LAS MANOS DEL VIENTO
Las manos del Viento fraguaban cada noche. Cada madrugada. Fraguaban con la brisa del arcoiris, entre el color verde y el turquesa justo ahí.
El viento lo ignoraba. Se las encontraba por la mañana entre sus cosas y las utilizaba sin pensar. Ellas se resignaban dolidas por el trato procuraban protegerse bajo la blusa del aire, fragmentadas, disueltas en espuma de besos.
Cada dedo movía el aire haciendo espirales de diferentes sabores. El dedo índice de la mano derecha cobijaba en su corazón mentolado a un pianista. En sus ratos libres descorchaba notas de un piano hecho con cristales.
El dedo anular de su mano izquierda deseaba llevar anillos. Muchos anillos. Anillos que inventaba con la chispa de su mirada. Anillos rellenos de besos limpios y estornudos de jabón.
Los dedos meñiques eran gemelos pero no lo sabían. No se comunicaban. Ambos querían ser actores de cine o teatro. Encaramarse a una gran pantalla o arañar un escenario y embadurnarlo todo de ellos. Enamorar a las más atractivas y a las otras. Memorizaban el "tic tac" del reloj y luego lo dramatizaban gesticulando solos frente a un espejo que ellos fabricaron .Memorizaban las palabras de amor y declamaban como hechos en el siglo diecisiete. Tal vez no estaban muy orientados, pero tenían talento y eran apasionados.
El dedo pulgar de la mano derecha era un político nato. Mentía y amaba como un político. Comprometiendo su lluvia con todos y con nadie. Taimado y tajante, capaz de intimidar a la sombra de su sombra por taladrarse un poco de poder. Simpatizaba con los meñiques camaleónicos por razones obvias. Detestaba, sin embargo, al dedo índice de la mano derecha.
También al de la mano izquierda. Éste ere un poeta romántico y taciturno untado de metáforas y amores políglotas no siempre correspondidos. Cambiaba, como Rubén Darío, un poema de camelias por un trago de coñac amargo. Vestía las paredes de palabras deshojadas al mar, disueltas en lágrimas y en manos de té con limón.
El dedo pulgar izquierdo anhelaba ser psicoanalista. Trazaba perpendiculares a los sueños y había tejido un diván rojo sobre fondo negro. Leía las obras completas de Freud cada día con su técnica de lectura rápida y esperaba bata blanca, en su sillón, la llegada de pacientes.
El dedo anular derecho calzaba un ecologismo sexual y promiscuo. Casquivano en el amor, se manifestaba contra las bases militares y elaboraba un código de derechos de las hormigas hembras de Sri Lanka a la par que organizaba cursillos intensivos y acelerados de adelgazamiento pare hipopótamos. Segaba pactos de siestas con el ozono y la función clorofílica. Hacía el amor continuamente para prevenir el cáncer de pulmón aunque, eso sí , seguro de no contraer ninguna enfermedad mortal pues se encapuchaba entero con líneas transparentes de orgasmos anaranjados.
El dedo corazón de la mano izquierda ere un denodado inconformista. Se depilaba los defectos cada día con la dependencia de un perfeccionista estafado. Visitaba con frecuencia a su amigo el dedo pulgar izquierdo pero de su diván sólo caían gotas de amor dormidas. Era un buscador de amores eternos y palabras vírgenes. Hubiera deseado transformarse en estalactita o tal vez estalagmita. Dulce de manzana bajo un caparazón férreo soñaba y lloraba en silencio con cualquier escena de Ghost. Algún insensato hilvanó en una de sus esquinas alguna frase hiriente y él se la imprimió. Pero cuando pegaba en su cara esa sonrisa tan suya, deslumbraba con su belleza e todos los que se arañaban a la historia en un radio de cincuenta kilómetros.
El dedo corazón de la mano derecha rea el más problemático de la familia. El más difícil de entender. Algún hechizo había florecido entre sus ojos de miel una esquizofrenia de hojalata. Vestía de joven ejecutivo, ordenado hombre de inventar negocios. Nació con un teléfono móvil en la mano y un porche rojo corriendo bajo su peso homologado. Frío y calculador rociando de triángulos amarillos la histeria del mundo, armado de Christian Dior, higiénico en amores y parco en palabras, buceaba entre arrecifes de trabajo de día y de noche.
Sin embargo, cuando sale del hospicio el viento norte, otra personalidad aborda su buque. La brisa septentrional despeina la brillantina que apelmaza un pelo ondulado y rebelde que se desploma contra él mismo y sale vagabundo viajero y bohemio, cargando una mochila liviana de pasaporte usado. Bordea con rosas los caminos y va sembrando amores en cada cima.
Las manos del Viento fraguaban cada noche. Cada madrugada. Fraguaban con la brisa del arcoiris, entre el color verde y el turquesa justo ahí.
El viento lo ignoraba. Se las encontraba por la mañana entre sus cosas y las utilizaba sin pensar. Ellas se resignaban dolidas por el trato procuraban protegerse bajo la blusa del aire, fragmentadas, disueltas en espuma de besos.
Cada dedo movía el aire haciendo espirales de diferentes sabores. El dedo índice de la mano derecha cobijaba en su corazón mentolado a un pianista. En sus ratos libres descorchaba notas de un piano hecho con cristales.
El dedo anular de su mano izquierda deseaba llevar anillos. Muchos anillos. Anillos que inventaba con la chispa de su mirada. Anillos rellenos de besos limpios y estornudos de jabón.
Los dedos meñiques eran gemelos pero no lo sabían. No se comunicaban. Ambos querían ser actores de cine o teatro. Encaramarse a una gran pantalla o arañar un escenario y embadurnarlo todo de ellos. Enamorar a las más atractivas y a las otras. Memorizaban el "tic tac" del reloj y luego lo dramatizaban gesticulando solos frente a un espejo que ellos fabricaron .Memorizaban las palabras de amor y declamaban como hechos en el siglo diecisiete. Tal vez no estaban muy orientados, pero tenían talento y eran apasionados.
El dedo pulgar de la mano derecha era un político nato. Mentía y amaba como un político. Comprometiendo su lluvia con todos y con nadie. Taimado y tajante, capaz de intimidar a la sombra de su sombra por taladrarse un poco de poder. Simpatizaba con los meñiques camaleónicos por razones obvias. Detestaba, sin embargo, al dedo índice de la mano derecha.
También al de la mano izquierda. Éste ere un poeta romántico y taciturno untado de metáforas y amores políglotas no siempre correspondidos. Cambiaba, como Rubén Darío, un poema de camelias por un trago de coñac amargo. Vestía las paredes de palabras deshojadas al mar, disueltas en lágrimas y en manos de té con limón.
El dedo pulgar izquierdo anhelaba ser psicoanalista. Trazaba perpendiculares a los sueños y había tejido un diván rojo sobre fondo negro. Leía las obras completas de Freud cada día con su técnica de lectura rápida y esperaba bata blanca, en su sillón, la llegada de pacientes.
El dedo anular derecho calzaba un ecologismo sexual y promiscuo. Casquivano en el amor, se manifestaba contra las bases militares y elaboraba un código de derechos de las hormigas hembras de Sri Lanka a la par que organizaba cursillos intensivos y acelerados de adelgazamiento pare hipopótamos. Segaba pactos de siestas con el ozono y la función clorofílica. Hacía el amor continuamente para prevenir el cáncer de pulmón aunque, eso sí , seguro de no contraer ninguna enfermedad mortal pues se encapuchaba entero con líneas transparentes de orgasmos anaranjados.
El dedo corazón de la mano izquierda ere un denodado inconformista. Se depilaba los defectos cada día con la dependencia de un perfeccionista estafado. Visitaba con frecuencia a su amigo el dedo pulgar izquierdo pero de su diván sólo caían gotas de amor dormidas. Era un buscador de amores eternos y palabras vírgenes. Hubiera deseado transformarse en estalactita o tal vez estalagmita. Dulce de manzana bajo un caparazón férreo soñaba y lloraba en silencio con cualquier escena de Ghost. Algún insensato hilvanó en una de sus esquinas alguna frase hiriente y él se la imprimió. Pero cuando pegaba en su cara esa sonrisa tan suya, deslumbraba con su belleza e todos los que se arañaban a la historia en un radio de cincuenta kilómetros.
El dedo corazón de la mano derecha rea el más problemático de la familia. El más difícil de entender. Algún hechizo había florecido entre sus ojos de miel una esquizofrenia de hojalata. Vestía de joven ejecutivo, ordenado hombre de inventar negocios. Nació con un teléfono móvil en la mano y un porche rojo corriendo bajo su peso homologado. Frío y calculador rociando de triángulos amarillos la histeria del mundo, armado de Christian Dior, higiénico en amores y parco en palabras, buceaba entre arrecifes de trabajo de día y de noche.
Sin embargo, cuando sale del hospicio el viento norte, otra personalidad aborda su buque. La brisa septentrional despeina la brillantina que apelmaza un pelo ondulado y rebelde que se desploma contra él mismo y sale vagabundo viajero y bohemio, cargando una mochila liviana de pasaporte usado. Bordea con rosas los caminos y va sembrando amores en cada cima.
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