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jueves, 1 de mayo de 2008

¿POR QUÉ LOS TRENES BOSTEZAN...? CAPÍTULO 9

9.La señora y la esclava

Llegó otra alumna, del turno de alfabetización. Había decidido inscribirse para salir un poco de casa y poder leer ella misma las cartas que su hijo le mandaba de Barcelona. Además de poner firmar con su nombre y leer las cosas que llegaban a su buzón.
-Me da mucha vergüenza no poder leer ni lo que está en el supermercado. Tengo que decir que he olvidado las gafas y no veo bien...-reía con timidez.
Magdalena tenía una piel arrugada por los años. Y una ternura especial dentro de sus 70 años.
Le di la bienvenida a la clase. Todos sus compañeros la conocían. Tenía una historia digna de ser enmarcada.
Había llegado a la fonda del pueblo, regentada por una familia pudiente de la época. Ella tenía 12 años. Y había vivido en el campo. Su familia la metió a servir allí.
Era la chica para todo. “La señora” como ella aún la llamaba, la matriarca del clan, la acogió bien. Muy bien. Ella hablaba de dicha “dueña” como si de su madre se tratara. Eso sí, la hacía dormir en un jergón, comer cuatro mendrugos de pan y estar en todos los sitios. Lo mismo le servía la comida a un huésped que cuidaba los hijos de los “señores”, que lavaba la ropa, que cocinaba llena de mugre.
Sin vacaciones. Sin fines de semana. Sin sueldo. Se le daba de comer. Y dormía. En un camastro de paja, en un cuchitril apenas sin luz, con mucho frío en invierno y mucho calor en verano. Esa era su vida.
Y posiblemente una noche, en el sitio donde dormía, el “señor” llegó a hurtadillas y la sedujo. Y se quedó embarazada. Lo que la ató aún más a la casa. Ella nunca dijo de quién era su hijo. Pero por el pueblo corrían rumores.
Era una niña morena, de largas trenzas negras y ojos preciosos. Era lógico el resto...al parecer. Pero en un síndrome de Estocolmo retorcido, ella hablaba de la familia adorándola. La aceptaron incluso con su embarazo. La dueña de la casa tenía estudios. Incluso le propuso enseñarle a leer. Pero...
-Cuando decidía la clase era cuando yo ya estaba derrengada de trabajar, por la noche, cuando ya todos dormían...y yo no podía seguir sus clases...- ella decía.
De esta manera, Berta, una de sus mejores amigas, madre a su vez de 14 hijos pero viviendo sola, la animó a unirse a las clases de educación de adultos. Y así vinieron ambas.
Magdalena sólo conoció esa gran casa. Su hijo nació allí. Ella tenía 14 años cuando ya era madre. Nada de permiso maternal, nada de horas libres por lactancia, nada de sueldo extra...pero le permitían convivir con su bebé en la casa. Salía a lavar la ropa al río. Las manos se le quedaban heladas. Pero la fonda-restaurante necesitaba muchas sábanas, toallas, servilletas y otras prendas. Aparte de toda la ropa de la rica familia, numerosa, que también debía lavar.
Su hijo se crió viendo a su madre estando disponible de la manera más servil, siendo obviamente explotada.
Aún así, el hijo también adoraba a la familia. Cuando dejó de ser un bebé ya ayudaba también en la casa. Lavaba platos, ayudaba a su madre a pelar patatas y cosas así. Luego de adolescente hacía trabajos de mecánico, de camarero, de todo lo que fuera posible.
Salió un día a hacer el servicio militar. Y se fue a trabajar a Barcelona. Y se quiso casar. Y decidió que la madrina sería no su madre, sino...”la señora”. Así que a la boda fue esta mujer y no su madre.
Siempre fue una mujer apartada ya que era madre soltera en una época en la que no se podían saltar determinadas normas. Se dilapidaba también. De otra forma. Y se asumía. Y luego me dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor...
-Una vez le dije a la señora si me podía dar un sueldo a final de mes. Ella me dijo que para qué quería yo un sueldo. Yo estaba bien con ellos, y no sería capaz de administrarme. Así que...me quedé sin sueldo. – Dijo, de la forma más resignada. Y un sentido del humor del que quiere olvidar.
Una de las alumnas más o menos de su edad pero mucho mas belicosa dijo:
-Vamos, Magdalena, tú eras una esclava de esa gente. Te explotaron todo el tiempo y no les interesaba que estudiaras. Que supieras leer. Querían que fueras una analfabeta para explotarte mejor.
-Pero cuidaban bien de mi hijo...-Al hablar de esto todas las mujeres se miraron entre sí. Una de ellas dijo “Normal...” Con cierto sarcasmo.
-Podrías demandarlos y pedir una indemnización...-Habló Julián, el anarquista por antonomasia del pueblo. –Julián había vivido una postguerra penosa, exilado durante un tiempo y explotado durante el resto. Se interesaba mucho por todos los derechos de los trabajadores y siempre se podía contar con él si se pedían mejoras para el alumnado.
-Yo no voy a demandarlos...-Magdalena sonreía tímidamente.-Ellos me trataron bien.
-¿La familia sigue todavía en el pueblo?- Pregunté yo. Julián respondió.
-Sí. En realidad lo perdieron casi todo porque no gestionaron bien las tareas del campo y la ganadería. Pero conservaron la pensión y ahora es un bar restaurante que no funciona mal.
-Las dos hermanas se llevaban fatal. Apenas se hablaban. Pero se casaron bien. Una con un médico y la otra con el dueño de una tienda. Fue el hijo el que lo controlaba todo. Ahora es su hijo único Ricardo el que siguió con el capital...- Lorena, otra alumna siguió la historia.
-Las hermanas murieron en Madrid a donde se trasladaron cuando se jubilaron ¿verdad?- Julián se aseguró.
-Sí. Y la familia por la parte de las hijas no han vuelto a venir. Sólo queda la familia del hijo...-Lorena continuó.
-¿La familia se ocupa de ti de vez en cuado, Magdalena?-Pregunté. Todos reían.
-No...Una navidad Don Ricardo vino a verme con una cesta de regalos...
-Sí. Cuando se rumoreaba que tú podrías demandarlos por lo que te hicieron. Era inhumano todo lo que se permitían en aquella época...-Julián siguió protestando pero todos le daban la razón.
Magdalena se mostraba nerviosa y tímida. Durante toda una vida nunca se la había apreciado y la habían tratado como a alguien nulo. Ahora era muy difícil que fuera capaz de luchar por sus derechos.
Su hijo se instaló en Barcelona y apenas venía a verla. Ella apenas conocía a sus nietos. Tenía dos. Los conocía por fotos que a duras penas les mandaban de vez en cuando.
-Estuve una vez en casa de mi hijo. Pero mi nuera no me quería mucho allí. Yo no me sentía muy cómoda allí. Demasiado ruido, demasiada gente...
-Se avergonzaban de ti.- Berta no se mordía la lengua- porque no eres una mujer fina. Y ahora tu nuera que tiene dos pesetas y se las gasta en peluquerías y restaurantes, se cree la reina del mundo.
-Una vez me llevaron a un restaurante y yo no sabía cómo usar los cubiertos. Mi nuera estaba muy enfadada y me llamó de todo. Me dijo que se sentía muerta de vergüenza viendo el espectáculo que di. Yo no sé qué espectáculo. Yo creo que nadie se dio cuenta...- ella siempre sonreía tímida. Y hablaba casi a media voz.
-Los hijos son la leche.
-A veces....son una satisfacción....
-Sí. Bueno tenerlos lejos. Así tú sabes que si te llaman es para pedir algo. Nada más. Cuando te dio el infarto el año pasado tu hijo no fue para venir. – Berta continuó.
-No podía...
-¡Vamos, Magdalena....! Te han tratado como a un animal de carga. Y luego te han tratado como si no existieras....- Julián empezaba a apasionarse más...
-Era muy difícil hacer otra cosa....- respondió ella otra vez.
La señora de la casa era conocida en el pueblo por su carácter estricto. Distante siempre del resto. Sólo dirigía. El marido se encargaba de otros negocios fuera del pueblo. Tenían tierras y demás bienes. Tenían dos hijas y un hijo. El hijo mayor era de la edad de Magdalena.
Las visitas de los curas a la casa eran muy seguidas ya que la familia era muy religiosa. Cada domingo se la permitía ir a misa con los niños. Para cuidarlos, claro está.
Muchas noches de invierno ella llegaba después de lavar la ropa en el río, con el frío metido en el cuerpo, el pelo enredado de escarcha y lluvia, tiritando y se asomaba al gran salón donde había una gran chimenea siempre en funcionamiento. Nadie la invitaba a entrar y quitarse un poco el frío del cuerpo. Tenía el tiempo justo para que otra de las criadas, mayor que ella, la ayudara a cambiarse y meterse en la cama. A veces, a escondidas, bajaba a la cocina y bebía un poco de leche. Todo lo que comían estaba controlado. Y los excesos en cuanto a los placeres ella no los conoció.
El señor llegaba de vez en cuando, cansado del viaje. Y si quería acercarse a su mujer legal, ésta no se lo permitía. Y empezó a fijarse en el cuerpo menudo y espigado de Magdalena. En aquellas trenzas que él deshacía en la cama, en la oscuridad. En los besos que él le robaba. En cómo le apretaba los pechos y su olor a alcohol en el aliento. Pero era amable. Casi siempre iba a su cama con un regalo. Le traía bombones, cosas para comer. Y eso le hacía sentir importante. Querida.
Cuando se quedó embarazada ella se lo dijo al único hombre que podía ser el padre de su hijo. Él le dijo que no quería escándalos y que no veía por qué él tendría que responsabilizarse. Podía haber sido otro. Magdalena bajó los ojos y comprendió. Pero no fue echada de la casa, como podía también haber pasado. Se aceptó. Se sabía. Pero no se hablaba.
El señor murió. La señora murió. A ella, ni que decir tiene no se le dejó nada para su hijo. Ni ella quiso pedir nada. Se resignó con lo que tenía.
Por fortuna se la tuvo que declarar como trabajadora y eso le dio derecho a una pequeña pensión de jubilada. Y así vivía. En un pequeño piso de 35 metros cuadrados.

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