QUE CHORREA ESTRELLAS.
Aquella noche, Michael llegó pasadas las nueve. Lo esperaba con la cena preparada, corrigiendo exámenes frente a la chimenea.
-Hola mi amor...- El se acercó a ella y la besó alcanzando con las manos la curva masticable de su cuello y palpando sabores en la cima de sus senos. Hizo que se desprendiera de los exámenes y la levantó del sillón mascullando besos rellenos de tallos almendrados. La llevó hasta la cama, tallando su figura alrededor del edredón floreado. Ambos tacharon tactos huecos alterando racimos de sangre remolcada sobre alas. Ensancharon ropas hasta escurrir huesos entre ellas. Las sábanas de raso se abrieron solas para encerrarles nudos de pasiones encima de sus cinturas mezcladas de colores. Ella tatuó abrazos cuadrados que se parcheaban en regimiento sobre su cuerpo mojado de calor. Michael regateó besos prófugos izando la bandera donde crecían sus pasiones de hombre desbocado. Ella registró de propiedad intelectual besos para que nadie, nunca se los robara. Besos injertados en nata, besos inflamados con ojos de jalea, besos perdidos en la calle de los soles quebrados, besos clasificados en fascículos de venta semanal en librerías...
Duendes gordinflones rebotaban risas entre los espejos de aquella habitación blanca mientras un hombre y una mujer mojaban luciérnagas de primavera en la recta final de un otoño sin orejas, completamente sordo al frío.
Aquella cama estremecía alientos de sueños viejos, escondidos, que salían de debajo de la alfombra. Michael redondeaba unos pezones rosados con su boca desgranada mientras ella, sobre aquel hombre, engrasaba ondas rítmicas, curvas a granel, marea desmedida y fruncida entre los dos hasta que una bomba rellana con azúcar de arco iris se vació contra los cuerpos desnudos de ambos.
Abrazados y agotados se fugaron con sueños retratados por la pareja, durante minutos, cosquilleándoles los tobillos. Al cabo de un tiempo Michael se desprendió de aquella jaula de semillas plastificada.
-Me gustaría dejar de usarlos alguna vez...- susurró dulce el amante. Ella sonrió.
La convivencia entre ambos era fácil, nunca había peleas y los puntos de vista diferentes acababan por diluirse en razonamientos en los que a veces podía uno y a veces otro. Lo tenían casi como un juego entre ellos. El carácter pacífico y sereno de Michael dormía todo comienzo de enfado.
Siempre tenían cosas para hacer en casa, un grifo que reparar, unas luces que conectar, unas plantas por regar...Michael se encargaba de todo eso.
Disfrutaban de la casa los dos. A veces encendían el equipo de música y se ponían a bailar cuerpo frente a cuerpo, a la luz de la luna rechinada en la lámpara de la chimenea. Todo era maravilloso...aunque el corazón de la muchacha continuara lastimado.
Aquel día en el buzón había una carta recortada con un sobre de avión. Era de Costa Rica. De Pablo.
“Mi adorada reinita, cómo te extraño cada día, cada minuto, cómo extraño tu voz recortada en el viento de tus manos, tu pájaro azul prendido en esas mejillas pálidas que amo tanto. Nada es como vos, extraño cada cosa tuya, tu perfume, tu cuerpo frágil entre mis manos. ¿Por qué no estás conmigo si aún sos mía? No me importa que no contestés a mis cartas, no me importa que colgués el teléfono nada más oír mi voz. Sé que vivís con otro hombre, que ocupa el lugar que yo ocupé un día. Pero jamás me quitará lo que es mío. Sos sólo mía y yo te amo como antes, más que antes, con más furia, con más anhelo. Sueño con tu cuerpo, abierto de par en par en mi cama, en esta cama que grita tu nombre. No olvidés que seguís siendo mi esposa y que lo serás siempre. Vos me pertenecés. Te amo.
Pablo."
No entendía cómo aún le afectaba tanto. Cómo tenía el atrevimiento de seguir con ese juego, de seguir diciendo todas esas palabras tan vacías para ella.
Aquel fin de semana comenzó el viernes a las dos y media. Michael iría a buscarla al trabajo. Los compañeros de Raquel, que un día conocieron al que fue su esposo, conocieron también el final de su relación y el deterioro de una salud cada día más frágil, tan visiblemente rota en los últimos meses de matrimonio, ahora se alegraban de verla otra vez feliz. Formaban como una gran familia de trabajo y era agradable contar con el apoyo de todos.
Después de salir de allí se dirigieron en el coche a la casa de sus padres. Habían quedado en almorzar todos juntos.
La familia de Raquel conocía al que ahora era el novio de su hija desde antes de casarse, desde que sólo era su profesor de inglés y gustaba a todos.
Su sinceridad y lo mucho que, después, había ayudado a Raquel a recuperarse, lo hacían amigo de la familia también. Decidieron decirles, justo en ese almuerzo, que estaban viviendo juntos. Era lo que sus padres hubieran querido para ella desde que supieron que tenían una relación más que amistosa, así que cuando en la mesa Michael lo dijo, todos lo celebraron. Raquel lo miró mientras hablaba, con ese español a medio hacer, tras los cristales de sus gafas metálicas y pequeñas. Lo miró largamente como si fuera la primera vez que lo miraba. El tiempo desbarató minutos que pasaron frente a un semáforo en rojo pasión.
La corbata, casi deshecha, se abría en el punto cromático que cerraba el cuello de su camisa blanca, con ese gesto tan suyo de hundirse el dedo índice de la mano izquierda y balancearlo entre la piel y el botón ya desprendido. Sus manos blancas y estilizadas bailaban el aire mientras croaban versos azules y cuadrados. Los ojos de un azul cristalino cuadraban unas pestañas alegres que movían piernas cuajadas de ternura. El estrelló sus pupilas contra el caramelo de ella y en un instante se cubrieron de un agujero invisible donde todo les tocaba. Sin decir, sin saber, soñaron el mismo sueño, robaron estribillos de segundos olvidadizos y se amaron a la luz de unas velas sumergidas en manzanas, con olor de manzanas, con sabor de manzanas. Se tejieron mantos de poesías en sus cuerpos y los corazones de los dos abrieron sus manuales de supervivencia ordenada, leyeron paso a paso las instrucciones acerca de parar el comportamiento desbocado de una pasión sin calcetines, chirriando deseos.
Una sonrisa cómplice ordeñó serenidades y conservó anhelos procaces en latas cerradas al vacío, para abrirlas después. La mano izquierda del muchacho apretó, debajo de la mesa, el muslo delicado de ella, desplumando un acordeón de añoranzas que Raquel acarició.
-¿Cómo va tu trabajo, Miguel?- Don Alejandro, el padre de ella preguntó. El contestó fingiendo serenidades:
-Muy bien, ahora estamos con los últimos exámenes del primer trimestre...- A Michael le hacía gracia que se dirigieran a él, traduciendo su nombre al castellano. Le parecía tierno.- A propósito, esta navidad vendrán mis padres de Estados Unidos. Tienen muchas ganas de conocerles a ustedes y a Raquel...
-Pues serán bienvenidos. ¿Cuánto tiempo estarán aquí?- Preguntó María, la madre.
-Sólo una semana porque otra semana quieren ir a ver a mi hermano Peter que, como saben, vive en Italia...- La familia de Michael era una mezcla entre latinos y centroeuropeos. Su madre descendía de inmigrantes italianos y el padre de inmigrantes alemanes, por esa razón su apellido era Theissen, pero él siempre decía que tenía más sangre latina en sus venas aunque físicamente no lo pareciera.
Al despedirse quedaron en verse al día siguiente en el chalet que sus padres tenían en una urbanización cercana a Sevilla.
Ya en el coche ella le recordó que debían hacer las compras de la semana.
-Cariño, estoy cansado... ¿no podríamos esperar?...- Claro que podían esperar, en realidad ambos sabían que lo más apremiante en ese momento no era ir de compras.
Ya de camino a la casa, cuando aún no habían salido de la ciudad, Raquel sigilosa se desprendió del cinturón de seguridad. Como una niña en su primera travesura acercó su cuerpo al de aquel hombre que conducía con la mirada fija en la carretera. Comenzó besándole con ternura el lóbulo de la oreja a la par que sus dedos descosían hilos de caricias sobre el torso masculino, libre de botones. Buscó arenas movedizas con la lengua chapoteando espadas estremecidas en sus pequeños pezones adornados con vello rubio a la par que sus manos procesaban una cremallera privada de vergüenza que amontonaba una probeta de luz aumentada, a punto de estallar. La meció entre sus manos a la par que unos labios profanaban aros de miel hervida en progesterona por su cuello, por sus sienes, por su pecho que retumbaba ardores “in crescendo” No creyó que se atrevería pero Raquel ubicó aquel obelisco de seda dulce entre sus labios mientras caricias cocidas desde el cielo las esparcían alrededor de aquella geografía tan limitada y tan plena de sensaciones.
-My love….- Alcanzó a gemir la frase pero ella no contestó. Con un ritmo de besos cada vez más frenético se lanzó a devorar con pecas de amor en bandeja, aquel fragmento de cielo que ella quería. Michael trazó una curva con su cuello hasta reposar, agotado, su cabeza contra el sillón del automóvil. Difícilmente controlaba aquella máquina que ya se había introducido en la autovía traspasando los límites de velocidad, al igual que la boca de ella. Era un juego raptado de prohibiciones, era la primera vez entre los dos, era un acto plagado de erotismo, hilvanado de amor y transgresiones que inauguraba una nueva etapa, tal vez, entre ellos. Era emocionante oírle gemir agarrado, fuerte, al volante clavando una saliva de manos en él, cada vez más velozmente hasta mezclar líquidos de sabor eterno, soplando eclipses en su paladar, deslizando su agua de semillas a través del sonido somero de un final previsible y abrillantado.
El peso de aquella bebida le hizo cosquillas en los tobillos y posó la mariposa de su mejilla en el vientre de aquel hombre que acababa de despertar con gritos apagados. Un sopor de menestra los enjuagó a los dos y Michael apartó el coche de la autovía.
-No tengo fuerzas para seguir...¿Cómo se te ocurrió?
-¿No te ha gustado?
-¿Bromeas? Creí que estaba en el cielo...- Michael cerró su pantalón y aún con la camisa desabrochada la miró como sólo se puede mirar cuando se ama.- Te amo, Raquel...gracias por hacerme tan feliz. Ven aquí...- Ella se echó en sus brazos y así sorbieron los minutos hasta que el corazón de él comenzó a tranquilizarse. Raquel le susurró:
-Yo también te amo...Me encanta hacerte feliz.
Esa noche, frente al fuego de la chimenea, después de cenar, tendidos en una manta jugaron como niños repartiéndose columnas comestibles de amor por sus cuerpos desnudos y deseosos.
El soportal del sueños los embadurnó de tajadas cortadas a la aurora que coqueteaba con los talones. Caían en sus espaldas las bocas de las estrellas más próximas a aquel cuarto. Bocas amarrando tactos, bocas fraguadas de telas, bocas cerradas con besos, bocas taconeando musgo...La cama que los acogía, dormidos, desnudos y abrazados, era una gran nube de bocas encharcadas en talco perfumado.
La semana última antes de las vacaciones de navidad transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Como el año anterior, Raquel había preparado en su taller de teatro una obra que ella misma había escrito. Raquel no paraba de escribir. Era para ella como respirar.
El día en que llegaban los padres del muchacho llegó. Iban al aeropuerto para recoger a Gina y Robert. Raquel acababa de salir de la ducha y entró en el dormitorio.
-Mike, ¿puedes ayudarme con la crema hidratante?- El llegó y comenzó a poner crema en la espalda de la muchacha que se relajaba tendida en la cama boca abajo.
-Tienes un cuerpo tan bonito...- En ese momento él le levantó el cabello con la palma de la mano, dejando desnuda la nuca recién perfumada. El acercó la boca al rincón de su cuerpo que tanto excitaba. Raquel cerró los ojos cuchicheando una bandada de suspiros tenues. Sólo la cubrían unas braguitas de seda blanca, transparentes.
Con la fuerza multiplicada en los talones del deseo, el hombre se desprendió del suéter gris y de los jeans dejando su piel parcheada de desnudos. Con los sueños crecidos en su músculo de hombre, rozó las nalgas blancas de ella a la par que continuaba la escapada de manos diagnosticando ristras de besos enmendados con estrépito en el humo de sus verdades. Cuidadosamente la levantó colocando la espalda de ella delante de su pecho. Se encontraron arrodillados, ajustados el uno al otro sobre aquella cama tan de los dos, tan deshecha muchas veces. Las manos del muchacho exploraron el humor terso del vientre y las caderas de la mujer cuyo estremecimiento apenas si la mantenía erguida.
Dibujó con sus dedos aros rellenos de crema sobre sus pezones enarbolados y ella suspiraba caracoles de hilos plateados que caían arremolinados sobre las sábanas.
Vigilando sus cuerpos con los ojos cerrados, ambos se segmentaban en promesas. Los rincones más arcanos de ella se rellenaban con los pliegues hinchados de él. Aterrizaban sus dedos perfilando siluetas de manzanas por el amanecer de una piel ensanchada en huerto donde pronto echaría raíces una semilla de calzado veloz y transparente, de ojos profundos y cansados. Las braguitas se deslizaron en humedades y desde su espalda Michael lanzó un suspiro tiritado en lazos apremiantes. El mordía fuegos en su cuello, oprimía agonías en sus senos. Ambos supieron que no podían esperar. A pesar de todo, Raquel susurró:
-Espera...no te lo has puesto...
-¡Vamos! Sólo por esta vez, mi amor...No me pares ahora...- El trató de entrar pero Raquel se escurrió hasta buscar un preservativo en la mesita de noche. Ella, sin perder ni un segundo, siguió besando su comienzo de frustración, apasionadamente, a la par que le colocaba el preservativo con infinita ternura.
Michael volvió a colocarse, como antes, detrás de ella y la inclinó unos grados. Sabía que le costaría más desde ese ángulo, pero se arriesgó relajándose lo más que pudo. El cuerpo de él entró con cuidado latiendo chales curvilíneos con un ritmo pausado al principio, frenético después. Las manos del hombre chapoteaban gemidos entre los senos, las nalgas y caderas de ella que se movían acompasadas. En uno de los empujes, un chasquido de luces desfiló empeñando ese azúcar hecho con arcoiris triturados y algo muy cercano a la muerte de un color se escapó escalonándoles a los dos desde las pestañas a la punta de los pies, un placer indescriptible que les mojó las entrañas.
Al volver a la realidad se encontraron amarrados sobre aquella cama de madera blanca, abrazados y tal vez más enamorados que nunca.
-Hola mi amor...- El se acercó a ella y la besó alcanzando con las manos la curva masticable de su cuello y palpando sabores en la cima de sus senos. Hizo que se desprendiera de los exámenes y la levantó del sillón mascullando besos rellenos de tallos almendrados. La llevó hasta la cama, tallando su figura alrededor del edredón floreado. Ambos tacharon tactos huecos alterando racimos de sangre remolcada sobre alas. Ensancharon ropas hasta escurrir huesos entre ellas. Las sábanas de raso se abrieron solas para encerrarles nudos de pasiones encima de sus cinturas mezcladas de colores. Ella tatuó abrazos cuadrados que se parcheaban en regimiento sobre su cuerpo mojado de calor. Michael regateó besos prófugos izando la bandera donde crecían sus pasiones de hombre desbocado. Ella registró de propiedad intelectual besos para que nadie, nunca se los robara. Besos injertados en nata, besos inflamados con ojos de jalea, besos perdidos en la calle de los soles quebrados, besos clasificados en fascículos de venta semanal en librerías...
Duendes gordinflones rebotaban risas entre los espejos de aquella habitación blanca mientras un hombre y una mujer mojaban luciérnagas de primavera en la recta final de un otoño sin orejas, completamente sordo al frío.
Aquella cama estremecía alientos de sueños viejos, escondidos, que salían de debajo de la alfombra. Michael redondeaba unos pezones rosados con su boca desgranada mientras ella, sobre aquel hombre, engrasaba ondas rítmicas, curvas a granel, marea desmedida y fruncida entre los dos hasta que una bomba rellana con azúcar de arco iris se vació contra los cuerpos desnudos de ambos.
Abrazados y agotados se fugaron con sueños retratados por la pareja, durante minutos, cosquilleándoles los tobillos. Al cabo de un tiempo Michael se desprendió de aquella jaula de semillas plastificada.
-Me gustaría dejar de usarlos alguna vez...- susurró dulce el amante. Ella sonrió.
La convivencia entre ambos era fácil, nunca había peleas y los puntos de vista diferentes acababan por diluirse en razonamientos en los que a veces podía uno y a veces otro. Lo tenían casi como un juego entre ellos. El carácter pacífico y sereno de Michael dormía todo comienzo de enfado.
Siempre tenían cosas para hacer en casa, un grifo que reparar, unas luces que conectar, unas plantas por regar...Michael se encargaba de todo eso.
Disfrutaban de la casa los dos. A veces encendían el equipo de música y se ponían a bailar cuerpo frente a cuerpo, a la luz de la luna rechinada en la lámpara de la chimenea. Todo era maravilloso...aunque el corazón de la muchacha continuara lastimado.
Aquel día en el buzón había una carta recortada con un sobre de avión. Era de Costa Rica. De Pablo.
“Mi adorada reinita, cómo te extraño cada día, cada minuto, cómo extraño tu voz recortada en el viento de tus manos, tu pájaro azul prendido en esas mejillas pálidas que amo tanto. Nada es como vos, extraño cada cosa tuya, tu perfume, tu cuerpo frágil entre mis manos. ¿Por qué no estás conmigo si aún sos mía? No me importa que no contestés a mis cartas, no me importa que colgués el teléfono nada más oír mi voz. Sé que vivís con otro hombre, que ocupa el lugar que yo ocupé un día. Pero jamás me quitará lo que es mío. Sos sólo mía y yo te amo como antes, más que antes, con más furia, con más anhelo. Sueño con tu cuerpo, abierto de par en par en mi cama, en esta cama que grita tu nombre. No olvidés que seguís siendo mi esposa y que lo serás siempre. Vos me pertenecés. Te amo.
Pablo."
No entendía cómo aún le afectaba tanto. Cómo tenía el atrevimiento de seguir con ese juego, de seguir diciendo todas esas palabras tan vacías para ella.
Aquel fin de semana comenzó el viernes a las dos y media. Michael iría a buscarla al trabajo. Los compañeros de Raquel, que un día conocieron al que fue su esposo, conocieron también el final de su relación y el deterioro de una salud cada día más frágil, tan visiblemente rota en los últimos meses de matrimonio, ahora se alegraban de verla otra vez feliz. Formaban como una gran familia de trabajo y era agradable contar con el apoyo de todos.
Después de salir de allí se dirigieron en el coche a la casa de sus padres. Habían quedado en almorzar todos juntos.
La familia de Raquel conocía al que ahora era el novio de su hija desde antes de casarse, desde que sólo era su profesor de inglés y gustaba a todos.
Su sinceridad y lo mucho que, después, había ayudado a Raquel a recuperarse, lo hacían amigo de la familia también. Decidieron decirles, justo en ese almuerzo, que estaban viviendo juntos. Era lo que sus padres hubieran querido para ella desde que supieron que tenían una relación más que amistosa, así que cuando en la mesa Michael lo dijo, todos lo celebraron. Raquel lo miró mientras hablaba, con ese español a medio hacer, tras los cristales de sus gafas metálicas y pequeñas. Lo miró largamente como si fuera la primera vez que lo miraba. El tiempo desbarató minutos que pasaron frente a un semáforo en rojo pasión.
La corbata, casi deshecha, se abría en el punto cromático que cerraba el cuello de su camisa blanca, con ese gesto tan suyo de hundirse el dedo índice de la mano izquierda y balancearlo entre la piel y el botón ya desprendido. Sus manos blancas y estilizadas bailaban el aire mientras croaban versos azules y cuadrados. Los ojos de un azul cristalino cuadraban unas pestañas alegres que movían piernas cuajadas de ternura. El estrelló sus pupilas contra el caramelo de ella y en un instante se cubrieron de un agujero invisible donde todo les tocaba. Sin decir, sin saber, soñaron el mismo sueño, robaron estribillos de segundos olvidadizos y se amaron a la luz de unas velas sumergidas en manzanas, con olor de manzanas, con sabor de manzanas. Se tejieron mantos de poesías en sus cuerpos y los corazones de los dos abrieron sus manuales de supervivencia ordenada, leyeron paso a paso las instrucciones acerca de parar el comportamiento desbocado de una pasión sin calcetines, chirriando deseos.
Una sonrisa cómplice ordeñó serenidades y conservó anhelos procaces en latas cerradas al vacío, para abrirlas después. La mano izquierda del muchacho apretó, debajo de la mesa, el muslo delicado de ella, desplumando un acordeón de añoranzas que Raquel acarició.
-¿Cómo va tu trabajo, Miguel?- Don Alejandro, el padre de ella preguntó. El contestó fingiendo serenidades:
-Muy bien, ahora estamos con los últimos exámenes del primer trimestre...- A Michael le hacía gracia que se dirigieran a él, traduciendo su nombre al castellano. Le parecía tierno.- A propósito, esta navidad vendrán mis padres de Estados Unidos. Tienen muchas ganas de conocerles a ustedes y a Raquel...
-Pues serán bienvenidos. ¿Cuánto tiempo estarán aquí?- Preguntó María, la madre.
-Sólo una semana porque otra semana quieren ir a ver a mi hermano Peter que, como saben, vive en Italia...- La familia de Michael era una mezcla entre latinos y centroeuropeos. Su madre descendía de inmigrantes italianos y el padre de inmigrantes alemanes, por esa razón su apellido era Theissen, pero él siempre decía que tenía más sangre latina en sus venas aunque físicamente no lo pareciera.
Al despedirse quedaron en verse al día siguiente en el chalet que sus padres tenían en una urbanización cercana a Sevilla.
Ya en el coche ella le recordó que debían hacer las compras de la semana.
-Cariño, estoy cansado... ¿no podríamos esperar?...- Claro que podían esperar, en realidad ambos sabían que lo más apremiante en ese momento no era ir de compras.
Ya de camino a la casa, cuando aún no habían salido de la ciudad, Raquel sigilosa se desprendió del cinturón de seguridad. Como una niña en su primera travesura acercó su cuerpo al de aquel hombre que conducía con la mirada fija en la carretera. Comenzó besándole con ternura el lóbulo de la oreja a la par que sus dedos descosían hilos de caricias sobre el torso masculino, libre de botones. Buscó arenas movedizas con la lengua chapoteando espadas estremecidas en sus pequeños pezones adornados con vello rubio a la par que sus manos procesaban una cremallera privada de vergüenza que amontonaba una probeta de luz aumentada, a punto de estallar. La meció entre sus manos a la par que unos labios profanaban aros de miel hervida en progesterona por su cuello, por sus sienes, por su pecho que retumbaba ardores “in crescendo” No creyó que se atrevería pero Raquel ubicó aquel obelisco de seda dulce entre sus labios mientras caricias cocidas desde el cielo las esparcían alrededor de aquella geografía tan limitada y tan plena de sensaciones.
-My love….- Alcanzó a gemir la frase pero ella no contestó. Con un ritmo de besos cada vez más frenético se lanzó a devorar con pecas de amor en bandeja, aquel fragmento de cielo que ella quería. Michael trazó una curva con su cuello hasta reposar, agotado, su cabeza contra el sillón del automóvil. Difícilmente controlaba aquella máquina que ya se había introducido en la autovía traspasando los límites de velocidad, al igual que la boca de ella. Era un juego raptado de prohibiciones, era la primera vez entre los dos, era un acto plagado de erotismo, hilvanado de amor y transgresiones que inauguraba una nueva etapa, tal vez, entre ellos. Era emocionante oírle gemir agarrado, fuerte, al volante clavando una saliva de manos en él, cada vez más velozmente hasta mezclar líquidos de sabor eterno, soplando eclipses en su paladar, deslizando su agua de semillas a través del sonido somero de un final previsible y abrillantado.
El peso de aquella bebida le hizo cosquillas en los tobillos y posó la mariposa de su mejilla en el vientre de aquel hombre que acababa de despertar con gritos apagados. Un sopor de menestra los enjuagó a los dos y Michael apartó el coche de la autovía.
-No tengo fuerzas para seguir...¿Cómo se te ocurrió?
-¿No te ha gustado?
-¿Bromeas? Creí que estaba en el cielo...- Michael cerró su pantalón y aún con la camisa desabrochada la miró como sólo se puede mirar cuando se ama.- Te amo, Raquel...gracias por hacerme tan feliz. Ven aquí...- Ella se echó en sus brazos y así sorbieron los minutos hasta que el corazón de él comenzó a tranquilizarse. Raquel le susurró:
-Yo también te amo...Me encanta hacerte feliz.
Esa noche, frente al fuego de la chimenea, después de cenar, tendidos en una manta jugaron como niños repartiéndose columnas comestibles de amor por sus cuerpos desnudos y deseosos.
El soportal del sueños los embadurnó de tajadas cortadas a la aurora que coqueteaba con los talones. Caían en sus espaldas las bocas de las estrellas más próximas a aquel cuarto. Bocas amarrando tactos, bocas fraguadas de telas, bocas cerradas con besos, bocas taconeando musgo...La cama que los acogía, dormidos, desnudos y abrazados, era una gran nube de bocas encharcadas en talco perfumado.
La semana última antes de las vacaciones de navidad transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Como el año anterior, Raquel había preparado en su taller de teatro una obra que ella misma había escrito. Raquel no paraba de escribir. Era para ella como respirar.
El día en que llegaban los padres del muchacho llegó. Iban al aeropuerto para recoger a Gina y Robert. Raquel acababa de salir de la ducha y entró en el dormitorio.
-Mike, ¿puedes ayudarme con la crema hidratante?- El llegó y comenzó a poner crema en la espalda de la muchacha que se relajaba tendida en la cama boca abajo.
-Tienes un cuerpo tan bonito...- En ese momento él le levantó el cabello con la palma de la mano, dejando desnuda la nuca recién perfumada. El acercó la boca al rincón de su cuerpo que tanto excitaba. Raquel cerró los ojos cuchicheando una bandada de suspiros tenues. Sólo la cubrían unas braguitas de seda blanca, transparentes.
Con la fuerza multiplicada en los talones del deseo, el hombre se desprendió del suéter gris y de los jeans dejando su piel parcheada de desnudos. Con los sueños crecidos en su músculo de hombre, rozó las nalgas blancas de ella a la par que continuaba la escapada de manos diagnosticando ristras de besos enmendados con estrépito en el humo de sus verdades. Cuidadosamente la levantó colocando la espalda de ella delante de su pecho. Se encontraron arrodillados, ajustados el uno al otro sobre aquella cama tan de los dos, tan deshecha muchas veces. Las manos del muchacho exploraron el humor terso del vientre y las caderas de la mujer cuyo estremecimiento apenas si la mantenía erguida.
Dibujó con sus dedos aros rellenos de crema sobre sus pezones enarbolados y ella suspiraba caracoles de hilos plateados que caían arremolinados sobre las sábanas.
Vigilando sus cuerpos con los ojos cerrados, ambos se segmentaban en promesas. Los rincones más arcanos de ella se rellenaban con los pliegues hinchados de él. Aterrizaban sus dedos perfilando siluetas de manzanas por el amanecer de una piel ensanchada en huerto donde pronto echaría raíces una semilla de calzado veloz y transparente, de ojos profundos y cansados. Las braguitas se deslizaron en humedades y desde su espalda Michael lanzó un suspiro tiritado en lazos apremiantes. El mordía fuegos en su cuello, oprimía agonías en sus senos. Ambos supieron que no podían esperar. A pesar de todo, Raquel susurró:
-Espera...no te lo has puesto...
-¡Vamos! Sólo por esta vez, mi amor...No me pares ahora...- El trató de entrar pero Raquel se escurrió hasta buscar un preservativo en la mesita de noche. Ella, sin perder ni un segundo, siguió besando su comienzo de frustración, apasionadamente, a la par que le colocaba el preservativo con infinita ternura.
Michael volvió a colocarse, como antes, detrás de ella y la inclinó unos grados. Sabía que le costaría más desde ese ángulo, pero se arriesgó relajándose lo más que pudo. El cuerpo de él entró con cuidado latiendo chales curvilíneos con un ritmo pausado al principio, frenético después. Las manos del hombre chapoteaban gemidos entre los senos, las nalgas y caderas de ella que se movían acompasadas. En uno de los empujes, un chasquido de luces desfiló empeñando ese azúcar hecho con arcoiris triturados y algo muy cercano a la muerte de un color se escapó escalonándoles a los dos desde las pestañas a la punta de los pies, un placer indescriptible que les mojó las entrañas.
Al volver a la realidad se encontraron amarrados sobre aquella cama de madera blanca, abrazados y tal vez más enamorados que nunca.
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