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lunes, 14 de abril de 2008

EL GATO Y LA TORTILLA

EL GATO Y LA TORTILLA
(dedicado al mi sobrina Be, a la que este cuento le abre el apetito. Te quiero un puñao, membrillito...)
En un lugar del sur de Francia nació un gato. Los ojos de Rosswell eran dos lunas cubiertas con transparencias del mar. No le cabían en la cara. Rosswell había saltado en un huevo de una nave extraterrestre. El huevo de Rosswell se batió a sí mismo y calentándose entre flores, le dio salida.
Rosswell era la sensualidad vestida de gato. Un gato que lamía los sueños de una lagartija.
Vivía en un castillo, en un pequeño pueblo lleno de curvas que se emborrachaban entre ellas volcando camiones a las nubes llenas de verduras.
En el castillo vivía el príncipe de las dudas. Este construía dudas machacando calaveras con las que maquillaba las hermosas palabras que un día inventó para mí.
Me había invitado a su castillo y yo acepté llena de ilusión. Pero cinco minutos antes de llegar yo, él decidió marcharse a una clínica en donde adelgazaban temores. Decidió que quería un amor de colágeno y liposucciones. Y yo, al fin y al cabo, sólo era un fantasma. Hacía tiempo que había muerto. Y él era un príncipe.
Tuvo la amabilidad de dejarme una nota en una pared de su frigorífico, con un rotulador hecho de dolores de estómagos. Mis estómagos.
Allí estaba yo con Rosswell.
Rosswell era esponjoso como las orejas de un estornudo. Y se acercó a mí como dándome la bienvenida.
Estábamos solos. Un castillo. Un fantasma. Un gato. Me sentía triste pero Rosswell me bailó una polka mientras yo intentaba telefonear a un escalofrío. Pero siempre daba comunicando.
El castillo tenía infinitas habitaciones. Mil ochocientas setenta y tres para ser exactos. Pero sólo aparecían a las doce en punto. Y a las cinco en punto. Para tomar té. Durante las demás horas, el castillo tenía sólo tres dormitorios, una pequeña cocina, un baño y una sala. Algo normal.
Pensé volver a mi casa a unos cuantos kilómetros bajo tierra. Sin embargo a mi cuerpo astral le salió un orzuelo en el ojo y una huelga de sábanas impidió que pudiera salir de allí dignamente como fantasma. Me sentí más muerta y más fantasma. Intenté verle la parte positiva...pero no la encontraba.
Llevaba en el castillo dos horas y no sabía qué hacer. Miré por la ventana y vi un barbero adherido al bosque que masticaba ardillas.
Las puertas giratorias de un sueño me trajeron una canción de Jacques Brell que siempre me hace llorar. Y mis lágrimas adelantaron las horas de los colores.
De repente una tortilla de queso se sentó a mi lado.
-Hola, como estás?
-¿Quién eres tú?- pregunté.
-Me llamo Catherine. Seré tu compañera aquí por unos días. Y estoy hecha con los mejores ingredientes. Porque como debes saber pero seguro que no sabes...cualquier plato deberá estar hecho con las mejores cosas. Hay personas que piensan que es lo mismo hacer una tortilla de queso con cualquier queso y cualquier tipo de sartén y va a salir la misma clase de tortilla. ¡Qué error, dios mío! Si tú haces una tortilla con un queso normal esa tortilla será un aborto de tortilla...- Mi parlanchina amiga seguía hablando y yo fingí estar muy atenta.
-Ah.
-Sí. Y por supuesto yo estoy hecha con el mejor queso, (francés). Los mejores huevos, (franceses). La mejor mantequilla, (francesa). La mejor sartén, (francesa). La mejor leche, (francesa)...Pruébame. -Yo no tenía hambre pero no quería defraudarla así que le di un mordisquito y me gustó.
-Gracias. Verdaderamente eres la mejor tortilla a la que he hablado y comido en toda mi vida.- Ella, satisfecha, saltó de su sitio y se metió en su propia sartén con fondo especial que hacía resbalar toda clase de suciedades.
Rosswell con sandalias amarillas en los bigotes apreció. Del foso del castillo había sacado un zorro llamado Samantha con seis pechos voluptuosos y atusándose el cabello rubio dejaba ver un liguero al final de sus piernas. Su cerebro se había declarado en huelga antes de que le diera tiempo a repartirse en neuronas pero un entrevistador babeaba preguntas disfrazadas de Jean Paul Sartre. Es increíble lo intelectual que puede ser la silicona.
Yo aún no había deshecho mi equipaje que esperaba en una esquina. Catherine se deslizó de la sartén y subió mi maleta a la planta alta del castillo. Había unas escaleras que si podían se clavaban en tu frente.
Al llegar a la habitación, decidí ordenar mis cosas. La maleta, entreabriendo la boca, se tragó a Rosswell quien en venganza orinó promesas incumplidas. Yo no le di mucha importancia ya que me ronroneó una canción.
Me sentía sola pero un reloj de arena me gritó que eran las cinco. De repente las puertas del castillo empezaron a parir en grupo. Había puertas y más puertas. Las más de mil habitaciones sacudían el polvo de sus muebles y yo estornudaba óperas de Puccini.
Rosswell me invitó a abrir una investigación pero yo me negué a ser indiscreta. No estaba en mi casa y no quería defraudar la confianza del príncipe. Sólo era una invitada equivocada, una exilada de sentimientos crueles. Dije que no abriría ni una sola puerta. Me senté en la cama y me salieron penas entre mis secretos. Sin embargo aquel enjambre de puertas circulares se me colocó alrededor. Unas se abrían a las otras. Me asusté. De cada puerta salían pequeños baguettes mullidas. Hablaban todos a la vez y saltaban. Eran orgasmos. Todos llevaban una guitarra entre sus migas y se llamaban Jean Paul. Todos.
-No me parecen muy originales...- Dije a mi amigo gato.
-No tienen que serlo. Son orgasmos masculinos...-contestó él.
-¿Y eso es lo que hay en las habitaciones?
-No. También hay auras de "Lacoste". El príncipe las usa para arreglarse cada mañana...- Mientras Rosswell contestaba a mi pregunta, el ejército de orgasmos empezó a vestirse de látex y corbata porque iban a participar en un concierto.
Cuando pasó un tiempo las puertas se cerraron y todo volvió a la normalidad. Rosswell se fue a descrifrar jeroglíficos en las barrigas de los pájaros que asesinaba a besos. La tortilla se volvió a su sartén y yo miré por la ventana.
Dos unicornios saltaban en un huerto de tomates fritos y le hacían el amor a una huelga de agricultores que despeñaban camiones con guillotina. El cielo ese empachó de azul apagando estrellas con saliva rosa. Era bonito. Todo era bonito. Estábamos en Francia.
Un llanto detrás de mí me sacó de mi contemplación. Me volví y la vi. Tenía compañía.
-¿Qué te pasa?- Pregunté.
-Tengo un problema...¡¡Me gusta que me golpeen!- Me quedé agujereando palabras mudas. Aquello no era un castillo. ¡Era un "expediente x"!
-Pero ...eres un instrumento de percusión. Una batería. Es normal...- ella pareció tranquilizada.
-Ah...en ese caso...- Y a continuación empezó a vestirse con lencería de cuero con fusta incluida y comenzó a golpearse sobre sí misma a ritmo de mambo.
Rosswell apareció repartiendo pijamas. Me dijo que era la hora de dormir. Eran las diez y una cama dibujada sobre un cajón de madera se puso a volar insomnios. En la nariz de mi amigo felino encendí mi bombilla de 0´5 watios que era lo que necesitaba para espantar lágrimas. Rosswell se enroscó a mi lado. Era mi primera noche en el castillo y volvían trozos de soledad arrodillados bajo mis dedos. Me acordé del príncipe. El había desaparecido antes de mi llegada y yo me había embarcado en un viaje concertado. Me lamenté por haber creído en la aristocracia. Si yo siempre fui republicana. Muchos "Robespierres" me mordían el cuello y una lágrima firmó su agua en la almohada. Me dormí. En mi sueño hacía el amor con una moto de carreras. Me hacía daño en el alma y en el cuerpo pero fingía para no preocupar. Moto sin boca, sin dedos, sin piel... Los besos huyeron, las caricias se evaporaron, la sensualidad se asesinaba. Aquella máquina corría en mi piel con gasolina. Un bellísimo niquelado congelaba mi vientre y yo esperaba a que acabara. Al menos aquello no me dejaría hematomas ni sangre en mi lado físico. Algo es algo. Intenté buscar ternura pero sólo me manché de polvo. De los pedales de la moto salió un orgasmo abofeteando ilusiones y yo desperté de golpe. Estaba sola y amanecía.
Una lluvia de croquetas se desmontaba sobre Rosswell quien echado boca arriba abría sus fauces y comía divertido. Catherine se puso a sí misma en un vaso verde y me dijo que debía desayunar. Bebí parte de la tortilla. La otra parte se deslizó a la sartén y se retocó para su estelar reaparición a la hora del almuerzo.
Me di un baño en una taza de leche y me vestí con mi sábana de fantasma homologado.
Rosswell quiso llevarme a uno de sus sitios favoritos. Se sentía mi anfitrión aunque yo no quería incomodarle.
Catherine quiso venir con nosotros pero Rosswell dijo que no. Porque le ensuciaría el pelo. Ella se enfadó y le lanzó un huevo. El gato corrió detrás pero ella se encerró en el microondas. De repente una máquina contestador automático salió para ayudar. Se llamaba Marie Antoniette y cortaba cabezas pero era amiga del gato. Marie Antoniette sacó de su mensaje de salida una monarquía absoluta y se la restregó por el microondas. Catherine con un gorro revolucionario hecho de trilogía de kiewlovsku salió comiéndose bastillas y pidiendo disculpas. Rosswell le dio uno de sus bigotes para que se lo fumara como pipa de la paz.
La tortilla y yo nos subimos en el lomo de terciopelo del felino y éste salió volando colgado de una muela del juicio. Llegamos a un zoológico, el único en el mundo que exhibía animales mitológicos. Algunos tan mitológicos que eran invisibles.
Vimos serpientes que comían veneno en perfume que era pescado. Vimos un elefante verde quien en lugar de colmillos tenía teclados de un piano. Solo teclas blancas.
Vimos un centauro con la cara de Sacha Distel. Vimos monos que escupían poemas y burros que se hacían trepanaciones unos a otros. Una mamá jabalí disfrazada de cocodrilo...
Al volver decidimos tostarnos en la playa así que Rosswell exprimió sus ojos y de allí salió una playa que se llenó de arena y yates. Los tres nos tatuamos a la arena y desnudos el sol nos maquilló. Estábamos tranquilos. Un fantasma, un gato y una tortilla. El fantasma sin sábana, el gato sin pelo y la tortilla sin huevos.
Un camarero se exprimió las ideas y de allí salió una limonada amarga de la que bebimos los tres. Nos tomamos de la mano y con los deseos hundimos yates gangrenados. Construimos una zona residencial futurista. Era tan futurista que después de unos segundos se pasó de moda. Un camarero se exprimió las ideas y de allí salió una limonada amarga de la que bebimos los tres. Nos tomamos de la mano y con los deseos hundimos yates gangrenados. Construimos una zona residencial futurista. Era tan futurista que después de unos segundos pasó de moda.
Teníamos sed y nos bebimos el mar mediterráneo pero la sal nos dio más sed y nos bebimos todos los ríos de Francia. Catherine, Rosswell y yo nos hinchamos como globos y volamos a un cielo lleno de botes de mermelada empezados pero nunca terminados, como las cosas que más hacen sufrir.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ni Satie en sus "locos" pero geniales cuadernos de mano hubiera concebido tal obra.

Felicidades. Me encantó.