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lunes, 28 de abril de 2008

¿POR QUÉ LOS TRENES BOSTEZAN...? CAPÍTULO 3

3.Los trenes tienen dientes

Después de un día con alumnos y operaciones con fracciones a las que les salían piernas, volví a ser engullida por mi tren de las diez y veinticinco que me llevaría a Sevilla.
Seguía atada a mi libro mientras escuchaba música. De repente el tren frenó de una forma brutal. Se pudo sentir un golpe seco y algo que frenaba la normal marcha del tren.
Se cayó mi maletín y todo se tambaleó. Las luces se apagaron. No se veía nada. Como iba muy cerca de la cabina del conductor, pude escuchar voces dentro. El conductor y los dos interventores, después de que las luces se encendieran y el tren parara definitivamente, ellos salían.
-¿Qué ha pasado?-Yo pregunté.
-No salgas...será mejor. – Me dijo uno de ellos.
El conductor hablaba con desesperación en el tono.
-No lo pude evitar. Él se echó de repente al tren. No sé más...-El pobre hombre tenía lágrimas en los ojos.
La guardia civil apareció rápidamente. Pero hubo que esperar un tiempo. El interventor se sentó conmigo. Nos conocíamos.
-Ha sido un suicidio. Es una de las cosas más desagradables de esta profesión. El cuerpo está destrozado.- Yo no quise salir. Llovía mucho fuera. Llegó la guardia civil y una ambulancia. Los restos del cadáver, daban la impresión de estar incrustados en partes del tren.
Decidieron poner un autobús para los pasajeros del tren. Éramos diez personas. En el primer vagón iba sólo yo pero los otros pasajeros llegaron rápidamente. Una de las señoras empezó a llorar. Habían salido y visto el espectáculo.
El autobús se puso en marcha. Y así llegamos a Sevilla. Eran más de las doce de la noche. Fue difícil conciliar el sueño.
El día siguiente era el tema fundamental en el pueblo. No tuve que decir nada. Todo el mundo lo sabía. Intentaban preguntarme si yo había visto el cuerpo. El morbo llevaba a muchos a interesarse. La pena llevaba a otros a la tristeza.
Se llamaba Sebastián y era un hombre conocido. Tenía un negocio que funcionaba bien y una familia que vivía en paz. Su único hijo, Gaspar, había acabado la carrera de medicina hacía muy poco y estaba ya trabajando. Yo lo conocía. A veces venía a las clases a interesarse por su padre. A veces venía a las fiestas que se organizaban con los alumnos.
Era un muchacho normal. Alegre. Tenía veintiséis años. Y toda una vida por delante.
Sebastián había decidido unirse al grupo de trabajo y venía en el segundo turno. Tenía un nivel cultural bastante bueno teniendo en cuenta que nunca fue a la escuela. Sebastián tenía 67 años. Se podía permitir dejar su negocio en manos de un aprendiz y sacar tiempo para él. Se relacionaba muy bien con los más jóvenes. Era abierto y ligero. No había podido convencer a su mujer para que se uniera a él. Pero a veces venía a verle. Tenía su misma edad. Y no habían tenido más hijos que a Gaspar.
Gaspar iba y venía a la ciudad. La mayoría del tiempo no estaba en el pueblo. Tenía muchos amigos y al parecer era muy popular. Trabajaba en el hospital universitario.
Algunas noches el chico tomaba mi mismo tren y tuve la ocasión de conocerle más. Era irremediablemente atractivo. Mantener una conversación con él era la cosa más fácil. Se adaptaba a todo camaleónicamente.
-Hoy tengo turno de noche. Es lo peor. Las urgencias, y esas cosas...
-Qué valor eso de ser médico. No creo que yo lo soportara.
-Ha sido mi pasión desde siempre. Eso de curar a los demás, de ver cómo la salud cambia a la gente. Es apasionante. La verdad es que hago lo que quise hacer siempre.
Nos unía una pasión: la música. Él tocaba el violín y con frecuencia me invitaba a conciertos. Íbamos juntos y a veces con algunos de sus amigos. Tenía un grupo de amigos muy interesantes. Cultos y divertidos.
En una fiesta a la que asistí Gaspar me presentó a su amigo especial.
-Éste es Marc. Lo conocí en Estados Unidos....- Su amigo americano me hizo ver todo mucho más claro de lo que ya lo veía. Gaspar no tenía interés en el sexo opuesto.
Marc hablaba muy bien español y a veces nos veíamos los tres. Los fines de semana que podíamos íbamos de compras. Tenían un gusto impecable y siempre era gratificante pasar unas horas siendo la envidia de todas las otras mujeres que miraban con cierta dosis de celos a una chica rodeada de dos hombres guapos y elegantes.
Pasaron los días y de repente Gaspar me dijo que se iba a los Estados Unidos para hacer unos estudios complementarios y unas prácticas.
A veces me mandaba una postal. Me parecía que estaba pasándolo muy bien y aprovechando el tiempo.
De repente un día él volvió. Dijo que se sentía enfermo. Se refugió en la casa de sus padres.
Cuando lo vi, ya oficialmente enfermo, me estremecí. Estaba mucho más delgado y pálido. Parecía una vela que iba apagándose poco a poco. Por la casa habían desfilado médicos, curanderos y otra clase de sanadores...pero nada parecía surtir efecto en su salud.
Nadie sabía qué tenía. Cuál era su enfermedad. Las gentes del pueblo más próximas a ellos decían que era mejor no preguntar. Pero yo decidí ir a verlo. Tenía manchas en la piel. El pelo se había teñido de canas muy prematuras y hablaba muy pausadamente. Era como si el aire le faltara.
Ese día. Yo le había llevado unos bombones. Antes le gustaban mucho. Él me sonrió.
-No creo que los pueda comer...
-Bueno...lo importante es que tú mejores poco a poco...
-Dafne, ¿puedo hablar contigo un rato?- Sus padres miraron hacia la pregunta un tanto incómodos. Pero yo acepté.
Bajamos al jardín que tenían al lado de la casa. Había naranjas. Un perfume ácido y dulce en el aire. Él llevaba una bufanda de lana verde al cuello. Dábamos un paseo. Lentamente.
-Ya verás como todo se va a arreglar.
-Tú sabes que no. Tú sabes lo que me pasa...¿verdad?-Él me miró.
-Nadie ha dicho nada. Y yo prefiero no preguntar.
-Tú no lo necesitas. Al final de la universidad empecé a frecuentar círculos muy especiales. Nos divertíamos muchísimo. Todo era perfecto. Yo había pasado mucha vida estudiando, encerrado entre cuatro paredes. Y ya veía el final...el fruto de mi esfuerzo. Nos reuníamos los fines de semana. Y organizábamos fiestas increíbles. La mayoría de las veces acababas demasiado borracho como para saber con quién estabas teniendo sexo. Y así esto se repetía una o dos veces al mes. Cuando estaba acabando la carrera ya supe que era seropositivo. Pero seguí. Qué remedio. Se hablaba de que estaban inventando cosas...- Él hablaba mirando los naranjos, tranquilamente. Yo sabía lo que me contaba. Lo había sospechado siempre. Y no sabía qué decir.
-¿Tienes un tratamiento?
-Sí. Pero no sirve de gran cosa. Estuve ingresado en un hospital en estados unidos durante seis meses pero me dijeron que todo era ya inútil. Cuando me fui dije que iba a hacer una especialidad. El hospital me lo pagó mi amigo de entonces. Uno de mis profesores que también formaba parte del grupo de juergas. Pero no valía la pena. Y yo decidí volver a mi casa. Morir con más dignidad cerca de mis padres. Veía los terminales. Veía mis colegas, médicos como yo, atendiendo a los pacientes. Intentando hacerles ver que se podía hacer algo...-él paró y se sentó en una especie de banquito hecho en cemento. Nos sentamos los dos.
-¿Qué quieres que haga?- yo pregunté, sin muchas esperanzas.
-Nadie puede hacer nada. Estoy en la última fase de la enfermedad. Y estoy preparado para morir. He arreglado todo lo que tenía que arreglar. Lo que me preocupa son mis padres. Se quedan solos. Mi padre conoce la enfermedad. Mi madre no. Tampoco ella pone interés. Yo creo que se sigue aferrando a la posibilidad de que algo mejore.
-¿Por qué no quieres que vengan a verte?
-No quiero que me compadezcan. No quiero que me traten con asco como yo he visto que se ha hecho a conocidos míos. Miedo a respirar el mismo aire que el enfermo. Miedo a mirar la misma cosa...nunca se sabe. Quiero que esto no me pase. Ni a mis padres, ni a nadie...- Él me contaba todo aquello.
Cuando murió Gaspar todo el pueblo se reunió para compadecer a la familia. Es curioso como en los pueblos se reúnen para los “compadecimientos”. Para felicitar por haber ganado premios, probablemente no tanto. Eso pasa en los pueblos y en la vida. Que es como un pueblo. Pero a veces de dimensiones más reducidas.
Estuve ese día en el entierro. Las nubes se arañaban entre ellas en ese invierno. Sebastián estaba allí. Con los ojos muy abiertos. Sin llorar. Su mujer estaba quieta a su lado. Con el llanto corriendo por las mejillas. Después Sebastián se dedicó a cuidar a su mujer. Y animarla como podía. Dejó las clases. Lo dejó casi todo. No valían los amigos, los conocidos, las visitas.
Su mujer decidió morirse. Así de sencillo. Dejó de comer. Dejó de vivir antes de que se la enterrara. No era tan fuerte.
Sebastián la sobrevivió. Se dedicó a intentar existir. Le aconsejaron cambiar de casa. Pero no quiso. Apenas salía. Hasta que salió esa noche. Y se lanzó contra el tren. Y su sufrimiento se acabó.

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