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viernes, 18 de julio de 2008

LA LUNA QUE TEJE PENTAGRAMAS

LA LUNA QUE TEJE PENTAGRAMAS
La luna tejía pentagramas con hilos de telarañas, todos los días de lunes a viernes, de nueve a cinco. A veces cuando no encontraba telarañas los hacía de caramelo líquido. Era puntual en su labor. Rayaba su atmósfera con hilos de colores y olores. Hilos verdes, olor a hierbabuena. Azules, olor a mar. Amarillo, olor a plátano...
Los colgaba de estrella a estrella, tensándolos regularmente.
La luna por la noche robaba lunares para salpicar con ellos sus infinitos pentagramas azucarados. Los rehogaba en una sartén de espuma y en su cocina señalizada con luces locas, amasaba y moldeaba como si jugara con plastilina. Aquellos lunares salían disfrazados de corcheas otros de fusas los más despistados de semifusas. La luna soplaba con su mirada de sol de otoño y esos lunares pordioseros se despilfarraban y encaramaban a sus telas de araña. Contra esas cuerdas se generaban a toda velocidad pentagramas llenos.
Águilas blancas bajo gelatina lo navegaban hasta sus hebras de las que colgaban sus creaciones acomodadas en colchón espumoso.
Enganchándose a las manos de las estrellas colgaban sus hilos sordos. Ahora necesitaba no olores...necesitaba sentimiento enjaulado.
Del armario verde del viento sacó una idea cariada pero sonriente. Robaría carmín de los labios de todas las muchachas soñadoras del reino luminoso. En un cofre dorado iba colocando las huellas de labios rosados, labios rojo guinda, rojo plomizo, rojo caoba, rojo malva, rojo transparente...hasta que llenó el pequeño baúl. Cargó con él hasta escalar la cumbre de la más alta montaña. Desde allí aró los surcos que forman las borrascas en agosto y septiembre uno por uno esos labios de huellas robadas. Luego los regó con lágrimas de amapola, hurtó un cuarto de rayo del sol y lo esparció por allí.
Al cabo de unos minutos adelantados floreció una brisa rosada, cálida al tacto, casi espesa que bailaba ritmo de estrella. Se entrelazó por aquellas líneas y las tiñó de aliento malva.
Su labor estaba casi hecha. Ahora sólo necesitaba sonidos. Sonidos huecos, sonidos rellenos , sonidos de hombre, sonidos de mujer...
La luna caminaba, incompleta su obra, desliando sombra por entre las gente de faz añil de la gran ciudad, mudos los sonidos agradables.
Ardía la comunicación estridente en un archipiélago de gruñidos, gritos de cal, graznidos ácidos y percusiones vacías. Los ojos de ese saco de ruidos de vez en cuando animaban a La luna a seguir con su labor. Ella sabía que debía existir algo más, en alguna parte. Y buscaba. Buscaba al norte, buscaba al sur, arriba y abajo. Delante y detrás. Dormida y despierta. No se daba por vencida. No podía ser que esos ojos de miel nacieran sólo mugidos, de aquella piel delicada se exprimieran sólo graznidos, de una boca dibujada en azúcar se generara sólo eso...
La sensibilidad de La luna era tanta que generalmente andaba con algodones de mermelada en los oídos.
De su bolsillo derecho una noche distraída, sustrajo un resumen del pasado del hombre de corazones. Ellos dejaron el mensaje que rebelaba esta historia. Hablaba de algo que había presentido siempre, de algo llamado música, de la voz humana, de los sonidos que componen melodías. Eso era antes de la lluvia de pirámides que llegó del espacio prometiendo todo el avance tecnológico y social, a cambio de todo sonido agradable. Un referéndum mundial decidió que preferían poseer la técnica más avanzada, el placer de tenerlo todo... a cambio de todo sonido.
La lluvia de pirámides se llevó la voz humana, la música, la brisa del mar, el canto de los pájaros, el llanto del bebé, la risa de los niños...
A cambio llegó el progreso para todos. Oferta muy tentadora que fue aceptada.
Los caracoles le sugirieron atreverse a envolver de nuevo la atmósfera con sonidos. Desde entonces La luna trabaja denodadamente por reconquistar esa parcela de arcilla y oro en polvo.
En este mundo de avances casi idílicos nadie se comunica. Nadie pide, nadie protesta, se tiene todo, no se necesita a nadie.
El hombre dejó de hacer música, ni poesía, ni cine, ni teatro. Gran parte del arte durmió. Por no decir todo el arte. Incluso el amor se había agazapado en una cómoda cama colchón de agua, alquilándose por horas con derecho a cocina. Un puñado de corazones asaltados sentían como La luna. Se aburrían el tacto con hiperdesarrollo de metacrilato. Tenían la necesidad de erizar la piel de vez en cuando, de temblar deseos robados, de llorar besos caídos, de bailar esperas con charol falso.
La luna caminaba descalza, contra corriente, por el parque. El césped le alfombraba los pies. Las manos escondidas en los bolsillos y los ojos rozando la moqueta verde.
Sentada en un banco plateado se erguía la figura de una muchacha que lanzaba ojos con los dardos de su mirada hacia ninguna parte, pero lejana. Un perfume sin olor le hizo un nudo en la garganta y tiró de ella hacia aquel banco. Se sentó, sin saber bien por qué, junto a ella.
Entre las dos interpusieron minutos congelados en cubitos hasta que la chica prefabricó una mirada para La luna. Sus ojos ahora eran sólo dos envoltorios completamente desnudos enfrentándose al pudor. Una corriente nueva se descascarilló entre sus pestañas y sonidos maravillosos nacieron entre ellas. Todo se intoxicó de aquello. Desde entonces donde nace el afecto se reproducen los sonidos más hermosos. Aunque sean mudos. A quién le importa.

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