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domingo, 21 de febrero de 2010

La ciudad que vive en el infierno canta a dios

La ciudad que vive en el infierno canta a dios



Puerto Príncipe se colma los domingos de cánticos y palabras vociferadas por pastores cristianos que imitan a los predicadores estadounidenses. Unos fueron a cursillos de declamación y miedo; otros, aprendieron con la televisión. Aquí no hay tanto negocio como allá aunque sean muchos los fieles pues las colectas son míseras donde abunda la miseria. Tampoco ayudan en exceso las circunstancias ambientales, que a nadie le asusta la amenaza del infierno cuando ya vive en él.

Pese a estas limitaciones dogmáticas y crematísticas de fondo, la estética y las canciones resultan emocionantes. Lo es, y mucho, escuchar esas voces cálidas y siempre armoniosas que parecen depositar en las notas su última confianza de redención de los pecados. Los servicios religiosos se celebran en callejones, calles cortadas por los escombros y bajo lonas improvisadas que protegen de la solana pues el seísmo no distinguió las casas de los hombres de las de dios.

Cerca del cine Capitol, el pastor Yves Saint Fard se desgañita micrófono en mano en convencer a sus feligreses que todo lo ocurrido es una prueba que les envía el cielo y que los vivos tienen el deber de levantar de nuevo la ciudad en homenaje a los muertos y por respeto a la divinidad. Los fieles escuchan medio adormilados por la humedad y de vez en cuando parecen despertar y gritan "Aleluya" y aplauden. No sólo es una catarsis colectiva, un exorcismo de miedos y penas, es también una forma de sentirse unidos, acompañados, en una ciudad zarandeada en la que los muertos aún andan perdidos en ese espacio que los africanos creen que existe entre la vida y la no vida.
Ana Korkette levanta las manos y cierra los ojos. Viste de blanco y lleva la cabeza cubierta por un pañuelo blanco. No busca dentro de sí ni fuera respuestas o culpables. Sólo reza en para obtener un poco de paz. "Tengo tres hijos y están vivos. El terremoto destruyó mi casa. Sé que ha sido la voluntad de dios y no puedo hacer otra cosa que acatarla". Mujeres y hombres se acercan a contar su historia, es lo único que les quedó.
Al término del servicio pentecostista, muchos abandonan el callejón con su Biblia en la mano y la camisa más limpia puesta. No importa qué pobreza azote lo importante es la dignidad. El porte, los detalles, la corbata o en pañuelo sobre el cabello. Han recargado energía para una semana. Hace varios años, un niño congoleño respondió a un periodista estúpido que preguntaba cómo se podía creer en dios si sólo le había regalado miseria y muerte: "Es que es lo único que tengo".
En Cité Soleil, otro arrabal de Puerto Príncipe con fama de violento y cuna de bandas de gatillo fácil en el negocio de la droga, los habitantes se dividen entre la fe en el mercado, el de comida, que del otro no se tienen ni noticias, y en la iglesia. Ambos están a rebosar.
En el templo baptista que dirige un pastor llamado León se canta y también se baila, sin exagerar. Fluye una extraña alegría sin sonrisas. La familia Denizie está compuesta por una madre y tres hijas de 11, siete y seis años llamadas Djennulove, Esmeralda y Fanaral. El terremoto no mató a nadie en su casa. Alguna ventaja tenía que tener malvivir en una chabola de hojalata. Son tres niñas simpáticas que aspiran a ser enfermera, informática y médica. No cayeron en el lugar adecuado para cumplir sus sueños.
A la puerta de la iglesia unos blancos vestidos de cazadores de leones se dan la mano. Son misioneros baptistas que han venido a ayudar a Haití a su manera: además de comida y techo de lona ofrecen a los más pobres unos metros cuadrados de paraíso. De momento pocos compran. A pesar de la superpoblación de Puerto Príncipe y su ruina palpable aún queda un hilo de esperanza en la capacidad de superación de los hombres y un poco menos en las promesas de la llamada comunidad internacional. El más allá, de momento, tendrá que esperar.
http://www.elpais.com/articulo/internacional/ciudad/vive/infierno/canta/dios/

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