11.La desgracia viene en camiones
Las fiestas pasaron y la vuelta a clase llegó pronto. Fabio me había llamado por teléfono en varias ocasiones. Me llamaba normalmente cuando no había nadie en su despacho. Cuando tenía un rato libre. Hablábamos horas y horas. Se diría que teníamos una relación en la distancia. Cuando no podía verme, llamaba por teléfono.
El día de la vuelta llegó otra alumna. Su hermana estaba en la clase. En el grupo de los más jóvenes. Aunque no se les catalogaba por edad sino por nivel de conocimientos. Evidentemente la mayoría era gente de 18 a 30 años. Pero también se podían encontrar personas mayores.
Al parecer en el pueblo se había hablado del ambiente que había en mi clase. Y eso animaba a entrar en el centro de adultos.
Lucrecia tenía 67 años. Con una elegancia en las facciones y en gestos que sobrecoge. Es viuda. De una de esas “buenas familias”, que hay en todas partes. La parte económica no era un problema pero siempre había existido un buen corazón. Nunca habían dicho "no" a una proposición de ayuda a alguien y se les apreciaba en el pueblo.
Lucrecia había recibido una buena educación. Pero ella quería más. O eso dijo.
Su marido era el propietario de dos camiones y se dedicaba a transportar alimentos del sur al norte. Tenía dos hijos que empezaron a trabajar con su padre, en la misma empresa. No había tenido una vida tan desgarradora. Pero tampoco fácil. Era madre de familia. Consciente de que su familia (sus dos hijos y marido) se ausentaba con frecuencia. Es la vida. Era su negocio.
Una noche la llamaron por teléfono. Su marido había tenido un accidente con el camión. Al parecer haciendo un trabajo que sobrepasaba el aguante humano, para llevar más dinero a casa, para progresar...se quedó el conductor dormido al volante. El camión se despeñó por un conocido puerto de montaña del norte de España. Murieron en el accidente sus dos hijos y su marido. Tuvo que ir a identificar los cadáveres a Cataluña. Ella permanecía en un estado casi catatónico.
Le quedó una tristeza tatuada en las manos vacías. Pero nunca perdía las buenas maneras. Era una persona dulce que siempre escuchaba y hablaba muy poco.
-Cuando ellos se fueron me quedé tan sola que sólo quería morirme. La casa se me echaba encima. No podía dormir. No dormía y no comía. Una noche miré la caja de pastillas que el médico me había mandado. Me las tomé todas. No sé cómo, mi hermana pudo entrar en la casa. Me llevó al hospital. Me salvó la vida. Recuerdo haber estado muerta. Recuerdo el vacío. Y el dolor. Y pensé que sólo Dios tenía el derecho a quitarme la vida. Y decidí esperar a que Él decidiera llevarme. Y aprendí lo que significaba la palabra resignación. Aprendí a no pensar. Venir aquí me distrae. Leer, cocinar, ver la tele... – Ésa era su historia.
-Pero queremos que haga más. Queremos que salga a divertirse, que venga al club como nosotras, pero ella no quiere...- decía su hermana que casi la había obligado a unirse al grupo y quien hacía casi su sanadora. Se ocupaba de ella incluso cuando ella decidió no abandonar su casa. Y seguir viviendo sola.
-Pensé que tenía que salir adelante contra todo lo que pasaba. Y empecé a visitar el hospital que tienen las monjas que cuidan enfermos y ancianos. Yo las ayudo y así olvido mis cosas. No hay nada mejor que mirar de vez en cuando hacia atrás para olvidar las penas...- ella decía.
Hablamos de la lista de mejoras. Los “deberes” que se habían ellas mismas encargado para las vacaciones.
El colorido empezaba a entrar en la clase. La ropa negra dejaba paso a los colores más alegres. Los tonos verdes, los estampados, los rojos...era un carnaval de cambios.
-Algunas han tenido problemas con sus hijos...-Dijo un poco cáustica Berta. Sofía habló:
-Mis hijos dicen que paso demasiado tiempo con las amigas y que descuido la casa. Yo les he dicho que estoy harta y que tengo que vivir mi vida.- Aplaudieron el coraje. Estaban pletóricas. Y yo me sentía realmente contenta.
-Hemos pensado que podrías dedicarnos un día a enseñarnos ejercicios de deporte o algo para estar en forma. Sabemos que tú has hecho aeróbic y baile. ¿Qué te parece?- El programa de estudios en esta rama de la educación era mucho más flexible que en otras especialidades.
Ser profesor en un centro de adultos es más ser animador que profesor. Por una vez, lo que había aprendido en mi vida, el baile, la música, el deporte, la estética...iba a servirme.
Empecé el año y mi segundo trimestre comprándome nuevas zapatillas de deporte y nueva ropa deportiva. Dedicamos una hora a la semana para hacer deporte. Se reían, lo pasaban bien. Todo estaba cambiando un poco en sus vidas. Yo me sentía una parte importante de ese cambio.
Empecé a dedicar un par de horas a la semana, ante la unánime petición del alumnado, a practicar un poco de yoga. Y también hacíamos ejercicios de aeróbic.
Eso hizo venir más gente a las clases. Que en principio no eran alumnos pero también era una manera de atraer a la gente.
Muchos de los que comenzaban eran convencidos por los demás para seguir las clases. Esas dos o tres horas diarias que servían no sólo para aprender a leer y escribir mejor sino para vivir mejor.
Las fiestas pasaron y la vuelta a clase llegó pronto. Fabio me había llamado por teléfono en varias ocasiones. Me llamaba normalmente cuando no había nadie en su despacho. Cuando tenía un rato libre. Hablábamos horas y horas. Se diría que teníamos una relación en la distancia. Cuando no podía verme, llamaba por teléfono.
El día de la vuelta llegó otra alumna. Su hermana estaba en la clase. En el grupo de los más jóvenes. Aunque no se les catalogaba por edad sino por nivel de conocimientos. Evidentemente la mayoría era gente de 18 a 30 años. Pero también se podían encontrar personas mayores.
Al parecer en el pueblo se había hablado del ambiente que había en mi clase. Y eso animaba a entrar en el centro de adultos.
Lucrecia tenía 67 años. Con una elegancia en las facciones y en gestos que sobrecoge. Es viuda. De una de esas “buenas familias”, que hay en todas partes. La parte económica no era un problema pero siempre había existido un buen corazón. Nunca habían dicho "no" a una proposición de ayuda a alguien y se les apreciaba en el pueblo.
Lucrecia había recibido una buena educación. Pero ella quería más. O eso dijo.
Su marido era el propietario de dos camiones y se dedicaba a transportar alimentos del sur al norte. Tenía dos hijos que empezaron a trabajar con su padre, en la misma empresa. No había tenido una vida tan desgarradora. Pero tampoco fácil. Era madre de familia. Consciente de que su familia (sus dos hijos y marido) se ausentaba con frecuencia. Es la vida. Era su negocio.
Una noche la llamaron por teléfono. Su marido había tenido un accidente con el camión. Al parecer haciendo un trabajo que sobrepasaba el aguante humano, para llevar más dinero a casa, para progresar...se quedó el conductor dormido al volante. El camión se despeñó por un conocido puerto de montaña del norte de España. Murieron en el accidente sus dos hijos y su marido. Tuvo que ir a identificar los cadáveres a Cataluña. Ella permanecía en un estado casi catatónico.
Le quedó una tristeza tatuada en las manos vacías. Pero nunca perdía las buenas maneras. Era una persona dulce que siempre escuchaba y hablaba muy poco.
-Cuando ellos se fueron me quedé tan sola que sólo quería morirme. La casa se me echaba encima. No podía dormir. No dormía y no comía. Una noche miré la caja de pastillas que el médico me había mandado. Me las tomé todas. No sé cómo, mi hermana pudo entrar en la casa. Me llevó al hospital. Me salvó la vida. Recuerdo haber estado muerta. Recuerdo el vacío. Y el dolor. Y pensé que sólo Dios tenía el derecho a quitarme la vida. Y decidí esperar a que Él decidiera llevarme. Y aprendí lo que significaba la palabra resignación. Aprendí a no pensar. Venir aquí me distrae. Leer, cocinar, ver la tele... – Ésa era su historia.
-Pero queremos que haga más. Queremos que salga a divertirse, que venga al club como nosotras, pero ella no quiere...- decía su hermana que casi la había obligado a unirse al grupo y quien hacía casi su sanadora. Se ocupaba de ella incluso cuando ella decidió no abandonar su casa. Y seguir viviendo sola.
-Pensé que tenía que salir adelante contra todo lo que pasaba. Y empecé a visitar el hospital que tienen las monjas que cuidan enfermos y ancianos. Yo las ayudo y así olvido mis cosas. No hay nada mejor que mirar de vez en cuando hacia atrás para olvidar las penas...- ella decía.
Hablamos de la lista de mejoras. Los “deberes” que se habían ellas mismas encargado para las vacaciones.
El colorido empezaba a entrar en la clase. La ropa negra dejaba paso a los colores más alegres. Los tonos verdes, los estampados, los rojos...era un carnaval de cambios.
-Algunas han tenido problemas con sus hijos...-Dijo un poco cáustica Berta. Sofía habló:
-Mis hijos dicen que paso demasiado tiempo con las amigas y que descuido la casa. Yo les he dicho que estoy harta y que tengo que vivir mi vida.- Aplaudieron el coraje. Estaban pletóricas. Y yo me sentía realmente contenta.
-Hemos pensado que podrías dedicarnos un día a enseñarnos ejercicios de deporte o algo para estar en forma. Sabemos que tú has hecho aeróbic y baile. ¿Qué te parece?- El programa de estudios en esta rama de la educación era mucho más flexible que en otras especialidades.
Ser profesor en un centro de adultos es más ser animador que profesor. Por una vez, lo que había aprendido en mi vida, el baile, la música, el deporte, la estética...iba a servirme.
Empecé el año y mi segundo trimestre comprándome nuevas zapatillas de deporte y nueva ropa deportiva. Dedicamos una hora a la semana para hacer deporte. Se reían, lo pasaban bien. Todo estaba cambiando un poco en sus vidas. Yo me sentía una parte importante de ese cambio.
Empecé a dedicar un par de horas a la semana, ante la unánime petición del alumnado, a practicar un poco de yoga. Y también hacíamos ejercicios de aeróbic.
Eso hizo venir más gente a las clases. Que en principio no eran alumnos pero también era una manera de atraer a la gente.
Muchos de los que comenzaban eran convencidos por los demás para seguir las clases. Esas dos o tres horas diarias que servían no sólo para aprender a leer y escribir mejor sino para vivir mejor.
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