10.Los hijos son la seguridad de la compañía
Berta era amiga de Magdalena. Tenía setenta y dos años. Su vida no era mucho más plácida que la de su compañera.
Berta nació y se crió en el campo. Se casó. Esta vez sí. Ella tenía 14 años. Su marido tenía diez más. Y muchas ganas de vida. Era jornalero. Vivían en una choza. A varios kilómetros del pueblo. Trabajaban para uno de los terratenientes de la zona. Resignados. Eso era lo que conocían. No había más allá. Se quedó embarazada rápidamente. Ni que decir tiene que los métodos anticonceptivos no eran concebidos. A los quince años nació su primer hijo.
Su marido salía a trabajar y a veces volvía días más tarde, habiéndose gastado el dinero en vino. Ella tenía recursos para buscar o más bien robar, aceitunas del dichoso señorito, recursos para tener una o dos gallinas o cambiar huevos por leche...plantaba cuando podía lechugas o tomates y patatas. Y era eso lo que se comía. A su primer parto asistió su marido y su suegra. Pero muchos de los otros partos los vivió ella completamente sola.
-No había más remedio. Yo sabía cuándo llegaba la hora y me preparaba. Yo sola, como los animales...- Berta tenía muy mal genio. Pero guardaba y quizás ocultaba un gran corazón. Y mucho coraje.
Con un grupo de niños pequeños, a veces llegaba su marido borracho. Pedía comida. Pedía algo más. Y ella lo daba. Y cuando no tenía, era él quien daba. Quien la pegaba, o la vejaba. Entonces no existían institutos de mujer o lucha contra malos tratos. Ni la policía hacía caso.
Teniendo treinta años aparentaba cincuenta. Los hijos empezaban a trabajar. El marido enfermó y, no hay mal que por bien no venga, dejó de demandar ciertos favores. Pararon los hijos. Catorce hijos. Vivos doce.
Se fue a vivir al pueblo. Las cosas empezaron a mejorar. Algunos de los hijos emigraron al norte. Otros se casaron y la madre pasó a un segundo plano. Ahora vive en un pequeño piso de cuarenta metros cuadrados. Sola. Y está contenta de estarlo. Quien piense que los hijos son una compañía para el futuro...en muchos casos...se equivoca. He aquí una de las pruebas.
-No quiero ir a vivir con mis hijos. Ellos tienen sus vidas. Y los viejos estorbamos. Ahora me dedico a estar en casa, ver la tele y venir a aprender cosas nuevas aquí. A veces salgo a dar una vuelta, tomar un cafelito y estar tranquila en mi piso. No me necesitan ni yo les necesito. Me queda poco que vivir y ahora intento pasarlo lo mejor que puedo. Voy al club de los pensionistas. A veces bailamos y he conocido a un hombre muy apañado. Se llama Saúl. Está viudo como yo y lo pasamos bien. Él quiere compañía como yo. Nos divertimos todo lo que podemos. Bastante mal lo hemos pasado. Y la que no haga lo mismo, va lista...
En la clase a veces se prolongaban los debates. Las alumnas deseaban hablar a veces y no otras cosas. Compartían sus problemas y discutían entre ellas. A veces en lugar de una clase yo tenía la impresión de ser la moderadora de un “reality show”. Pero era más real que show. Y los índices de audiencia no nos importaban.
Una de las alumnas dijo respondiendo a lo que Berta aseguraba:
-A veces no tenemos más remedio que ayudar a nuestros hijos. La mía me trae a los nietos...yo no puedo decir que no...- Berta no la dejó acabar.
-A tus hijos no les conviene que tú quieras hacer una vida. Tú te has sacrificado toda la vida por ellos. Ahora ellos te toman por el pito de un sereno. Y no quieren que tengas derecho a una libertad. Tuviste un marido que te esclavizaba. Como casi todas de nuestra generación. Ahora son los hijos los que te esclavizan. Y son egoístas. Y sólo quieren su comodidad. ¡¡Y tú vas a cumplir setenta años, coño!!- Berta hablaba como una auténtica líder. Todas la escuchaban con risas nerviosas. Pero muchas opinaban igual.
Otra de las alumnas, Begoña, habló:
-Pues yo decidí hace tiempo no hacer de canguro de mis nietos. Yo siempre digo que si mis hijos me necesitan realmente, les echo una mano. Pero si es para divertirse, yo también quiero divertirme. Y les digo que se busquen una canguro.- Las demás estuvieron de acuerdo.
Le di la palabra (bueno, no se la di, ella se la tomó) a otra compañera, casi debía decir camarada. Era pequeñita y tímida. Casi siempre iba vestida de negro. Como muchas de la clase. Se llamaba Sofía.
-Yo estoy de acuerdo con Berta. El otro día mis hijos decidieron que yo me quedara una semana con sus dos hijos. Lo he hecho durante toda la vida. Tengo dos hijos. Y tienen su vida. Mi marido murió hace 10 años. Y yo vivo sola. Menos cuando mis nietos vienen...a que yo les haga la comida. El mes pasado mi hijo mayor me dijo que su empresa le había regalado un viaje de una semana a París. Todo pagado. Le pagaban el viaje a él y a tres miembros de su familia. Mi hijo sabe que el sueño de mi vida ha sido siempre visitar París. Dicen que es una ciudad tan romántica. Yo estaba segura de que me invitaría. Llegó a mi casa muy contento. Yo había preparado casi mi equipaje. Él me dijo que se iba a París con su mujer, su hermana y su marido. Que los niños se quedarían conmigo. Así, sin preguntar. Sin agradecerme nada. Yo no dije nada. No sabía qué decir...Se fueron de viaje sin mi...-Berta la interrumpió.
-¿Te trajeron un bonito vestido o un buen regalo?- Todas rieron. Pero pararon rápidamente cuando Sofía empezó a llorar y respondía
-No me trajeron nada. Soy sólo un monigote para ellos.
Yo decidí inmiscuirme.
-A mí me parece que deberíamos intentar cambiar algunas cosas. Querernos más. Vivir más por nosotras. Arreglarnos más, ir a la peluquería, comprar vestidos bonitos, maquillarnos...- A eso todas respondieron con un gran escándalo de risas. Algunas más escandalizadas y otras más risueñas. Pero el comentario había hecho mella en ellas. No las había dejado indiferentes. Era lo importante.
Empecé a llevarles revistas de moda. Sí, no era muy intelectual. Pero no estaban allí para leer a Sartre. A quién le importaba Sartre. Empezaban a leer y empezaban a leer revistas de moda. Por qué no. Hablábamos de maquillajes, de qué ropa preferíamos, de por qué teníamos que querernos más.
Se llevaban a casa las revistas. Las intercambiaban. Leían recetas de cocina. Para algunas la letra de algunas revistas era demasiado pequeña así que me las apañaba para fotocopiar y aumentar determinadas páginas. Empezaban a leer y escribir. Algunas por primera vez. Otras perfeccionaban lo que empezaron en alguna ocasión. Se interesaban. Se apasionaban. Era lo que realmente me hacía sentir bien. Verlas reír. Disfrutar.
Berta era amiga de Magdalena. Tenía setenta y dos años. Su vida no era mucho más plácida que la de su compañera.
Berta nació y se crió en el campo. Se casó. Esta vez sí. Ella tenía 14 años. Su marido tenía diez más. Y muchas ganas de vida. Era jornalero. Vivían en una choza. A varios kilómetros del pueblo. Trabajaban para uno de los terratenientes de la zona. Resignados. Eso era lo que conocían. No había más allá. Se quedó embarazada rápidamente. Ni que decir tiene que los métodos anticonceptivos no eran concebidos. A los quince años nació su primer hijo.
Su marido salía a trabajar y a veces volvía días más tarde, habiéndose gastado el dinero en vino. Ella tenía recursos para buscar o más bien robar, aceitunas del dichoso señorito, recursos para tener una o dos gallinas o cambiar huevos por leche...plantaba cuando podía lechugas o tomates y patatas. Y era eso lo que se comía. A su primer parto asistió su marido y su suegra. Pero muchos de los otros partos los vivió ella completamente sola.
-No había más remedio. Yo sabía cuándo llegaba la hora y me preparaba. Yo sola, como los animales...- Berta tenía muy mal genio. Pero guardaba y quizás ocultaba un gran corazón. Y mucho coraje.
Con un grupo de niños pequeños, a veces llegaba su marido borracho. Pedía comida. Pedía algo más. Y ella lo daba. Y cuando no tenía, era él quien daba. Quien la pegaba, o la vejaba. Entonces no existían institutos de mujer o lucha contra malos tratos. Ni la policía hacía caso.
Teniendo treinta años aparentaba cincuenta. Los hijos empezaban a trabajar. El marido enfermó y, no hay mal que por bien no venga, dejó de demandar ciertos favores. Pararon los hijos. Catorce hijos. Vivos doce.
Se fue a vivir al pueblo. Las cosas empezaron a mejorar. Algunos de los hijos emigraron al norte. Otros se casaron y la madre pasó a un segundo plano. Ahora vive en un pequeño piso de cuarenta metros cuadrados. Sola. Y está contenta de estarlo. Quien piense que los hijos son una compañía para el futuro...en muchos casos...se equivoca. He aquí una de las pruebas.
-No quiero ir a vivir con mis hijos. Ellos tienen sus vidas. Y los viejos estorbamos. Ahora me dedico a estar en casa, ver la tele y venir a aprender cosas nuevas aquí. A veces salgo a dar una vuelta, tomar un cafelito y estar tranquila en mi piso. No me necesitan ni yo les necesito. Me queda poco que vivir y ahora intento pasarlo lo mejor que puedo. Voy al club de los pensionistas. A veces bailamos y he conocido a un hombre muy apañado. Se llama Saúl. Está viudo como yo y lo pasamos bien. Él quiere compañía como yo. Nos divertimos todo lo que podemos. Bastante mal lo hemos pasado. Y la que no haga lo mismo, va lista...
En la clase a veces se prolongaban los debates. Las alumnas deseaban hablar a veces y no otras cosas. Compartían sus problemas y discutían entre ellas. A veces en lugar de una clase yo tenía la impresión de ser la moderadora de un “reality show”. Pero era más real que show. Y los índices de audiencia no nos importaban.
Una de las alumnas dijo respondiendo a lo que Berta aseguraba:
-A veces no tenemos más remedio que ayudar a nuestros hijos. La mía me trae a los nietos...yo no puedo decir que no...- Berta no la dejó acabar.
-A tus hijos no les conviene que tú quieras hacer una vida. Tú te has sacrificado toda la vida por ellos. Ahora ellos te toman por el pito de un sereno. Y no quieren que tengas derecho a una libertad. Tuviste un marido que te esclavizaba. Como casi todas de nuestra generación. Ahora son los hijos los que te esclavizan. Y son egoístas. Y sólo quieren su comodidad. ¡¡Y tú vas a cumplir setenta años, coño!!- Berta hablaba como una auténtica líder. Todas la escuchaban con risas nerviosas. Pero muchas opinaban igual.
Otra de las alumnas, Begoña, habló:
-Pues yo decidí hace tiempo no hacer de canguro de mis nietos. Yo siempre digo que si mis hijos me necesitan realmente, les echo una mano. Pero si es para divertirse, yo también quiero divertirme. Y les digo que se busquen una canguro.- Las demás estuvieron de acuerdo.
Le di la palabra (bueno, no se la di, ella se la tomó) a otra compañera, casi debía decir camarada. Era pequeñita y tímida. Casi siempre iba vestida de negro. Como muchas de la clase. Se llamaba Sofía.
-Yo estoy de acuerdo con Berta. El otro día mis hijos decidieron que yo me quedara una semana con sus dos hijos. Lo he hecho durante toda la vida. Tengo dos hijos. Y tienen su vida. Mi marido murió hace 10 años. Y yo vivo sola. Menos cuando mis nietos vienen...a que yo les haga la comida. El mes pasado mi hijo mayor me dijo que su empresa le había regalado un viaje de una semana a París. Todo pagado. Le pagaban el viaje a él y a tres miembros de su familia. Mi hijo sabe que el sueño de mi vida ha sido siempre visitar París. Dicen que es una ciudad tan romántica. Yo estaba segura de que me invitaría. Llegó a mi casa muy contento. Yo había preparado casi mi equipaje. Él me dijo que se iba a París con su mujer, su hermana y su marido. Que los niños se quedarían conmigo. Así, sin preguntar. Sin agradecerme nada. Yo no dije nada. No sabía qué decir...Se fueron de viaje sin mi...-Berta la interrumpió.
-¿Te trajeron un bonito vestido o un buen regalo?- Todas rieron. Pero pararon rápidamente cuando Sofía empezó a llorar y respondía
-No me trajeron nada. Soy sólo un monigote para ellos.
Yo decidí inmiscuirme.
-A mí me parece que deberíamos intentar cambiar algunas cosas. Querernos más. Vivir más por nosotras. Arreglarnos más, ir a la peluquería, comprar vestidos bonitos, maquillarnos...- A eso todas respondieron con un gran escándalo de risas. Algunas más escandalizadas y otras más risueñas. Pero el comentario había hecho mella en ellas. No las había dejado indiferentes. Era lo importante.
Empecé a llevarles revistas de moda. Sí, no era muy intelectual. Pero no estaban allí para leer a Sartre. A quién le importaba Sartre. Empezaban a leer y empezaban a leer revistas de moda. Por qué no. Hablábamos de maquillajes, de qué ropa preferíamos, de por qué teníamos que querernos más.
Se llevaban a casa las revistas. Las intercambiaban. Leían recetas de cocina. Para algunas la letra de algunas revistas era demasiado pequeña así que me las apañaba para fotocopiar y aumentar determinadas páginas. Empezaban a leer y escribir. Algunas por primera vez. Otras perfeccionaban lo que empezaron en alguna ocasión. Se interesaban. Se apasionaban. Era lo que realmente me hacía sentir bien. Verlas reír. Disfrutar.
1 comentario:
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Gracias por seguir publicando la palabra.
Pd Excelente blog, me agrado y mucho
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