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martes, 15 de abril de 2008

CUANDO ERA UN PERFUME


CUANDO ERA UN PERFUME

Recuerdo que yo era un perfume. No como esos de ahora, cosechadores de vulgaridades. Era un perfume de los de antes, un perfume andante con dientes vacíos de perlas. Los amantes espolvoreaban mi zumo antes de un fugaz encuentro y yo los complacía. Me hacía un nudo en sus gargantas y apretaba hasta enjugarles con orgasmos sin piernas, a rayas comestibles.
Recorrí prestigiosas perfumerías embutido en un cristal de diseño, con nombre de diseño y ramas de diseño. Miraba a los látigos transeúntes escribir olas de cansancio sobre las aceras, cada día hacia la misma hora, tambaleando sueños en periódicos usados.
Lucía, desnudo en los escaparates sobre nombres con letras sin pronunciar, como mandan los cánones de los buenos perfumes. Me burlaba, con buenas intenciones de las miradas de rimel que no me alcanzaban. Desbarataban acechos de deseos sobre mí pero me escabullía del alcance de todos. Sólo era para unos pocos afortunados. Floté olores sobre nucas abrazadas de diamantes, entre pliegos de senos descolgados, bajo lóbulos de orejas descosidas, junto a ingles chapoteando mieles, frente a las sedas interiores, carcajeando tarjetas de crédito vestidas de oro. Yo sé que os preguntaréis dónde está mi originalidad. Tenía muchos competidores que hacían lo mismo que yo, aparentemente. Es normal que lo penséis, pobres y queridos ignorantes a los que tanto quiero. Mis particularidades eran secretas...
Pero hoy me siento generoso y las compartiré. Un día es sólo un día. Cambiaba mis huellas dactilares a cada momento, a capricho cómplice con las pieles que dormitan ocios, con olfatos que rasguñan estrellas. No soy siempre el mismo. Antes sí lo era. Me complacía viendo cuánto pagaban por mis líneas de aromas. Ser un cortocircuito de elite, codearme con el polvo de un visón o las migas de un brillante asistiendo a la costra de un congreso extranjero o raspando la primera clase de un avión. Chispeaba nubes trituradas en fiestas y secretarias de alto standing.
Hasta que un día me crucé de bruces en mi escaparate con los ojos tristes de una muchacha. Me lanzó miradas escurridas, dibujó con su contorno menudo una silueta de pan en cristal. La fue pintando día a día, cada vez a la misma hora, en el mismo espacio del vidrio transparente de par en par. Me escapé con ella, en su bolso de piel falsa, caminé bailarín rascando barrios desconocidos. Empapados de pintadas sindicalistas que se descolgaban perezosas de las paredes para señalarme, para limpiar errores al oído, para asegurarme que no, que ellos no respaldaban falsos sueños ni corrupciones enlatadas. Que eran de las de antes, aquellas auténticas.
Con una hoz de cobre picaron discursos sociales haciendo un sofrito con polvo congelado de la revolución industrial...
Comprendí que me había deshuesado en equivocaciones y decidí cambiar mis tersas intenciones rosas por un color más subido. Volví al escaparate de puntillas y otra vez encaramé oleadas de olores a cuellos y estolas. Hundí flechas aromáticas negras y masticadas por la luna. Distintas en cada ocasión. Bromeaba con el dinero que sonaba vacío en la calle y variaba de tono tres veces al día. Era dulce en labios sinceros y me fabricaba humo de vinagre en hules de falsedades. Corría de un sitio a otro coqueteando con la vida, desvelándome, ajeno, en una corbata de esposo, pintando de carmín usado cuellos en camisas arrugadas por el amor estrecho. Podía abanicar hasta desaparecerme en cuestión de minutos, dejando el cuerpo desnudo al descubierto bañado en su propia higiene rota, desconcertando olfatos intermitentes.
Un día, sin pedir permiso, me colé en cientos de tarros baratos mezclándome con colonias asequibles de roces. Llegué a mucha gente, conocí amores inéditos, casas de chicle mentolado...
Y algún burdel repartido por esperanzas.
Se interrumpieron los mármoles abrillantando con nueces y los cabellos arreglados con burbujas. Las copas no se tallaban con uñas de orfebres ni justificaban con champán licenciado en espuma malabarista. Me emborraché de ropa barata y comida casera y me ordené en el pueblo. Al fin y al cabo, nací en la cuna de los perfumes, París, la ciudad ordeñada de "liberté, egalité et fraternité ", (¿no se escribe así) …el péndulo de la revolución, la perforadora de desigualdades.
Durante mucho tiempo pergueñé un trabajo en el que no me realizaba como se dice ahora.
Perduré alguna vez en cartas que cruzaban el mar, me perdía muchas veces y llegaba tarde a mi destino, pero el hombre que me leía perdonaba la tardanza bañándose con las piezas de mis brisas de colores, se bañaba con mis sensaciones, recordando a aquella mujer que desconchaba palabras en papel cuadriculado, crujiente de añoranzas.
Seguí engañando mechones a las señoras de la alta sociedad. Les inventaba seguridades y desaparecía cuando ellas creían poseerme. Ellas, seguras de su distinción, desteñían aromas fuertes y vulgares, esos que tanto despreciaban.
Me colgaba de las uñas del distinguido esposo apareciendo a voces en su casa, delatándole una aventura precintada con hilos de moralidad diluida. Me reía mucho desbaratando castillos mutilados con falsedades.
A veces decidía ensordecer de olfatos a los que revoloteaban a mi alrededor. Les colocaba una pinza invisiblemente quieta en la nariz y los privaba de las exquisiteces de mi presencia.
Pero eso ya pasó. Transcurrió el tiempo y tuve que cambiar, como todos.
Ahora ejerzo de tinte para el pelo. No tengo casi amoniaco, pero estoy al alcance de todos los bolsillos. A los cabellos negros los prefabrico castaños, a los castaños les seco líneas rubias y elimino las canas que disgustan melenas de señoras.
¿Qué más se puede hacer por el mundo?
Si queréis más historias, os espero, rebajando cambios en cualquier gran almacén, aconsejado por señoritas expertas en olores de peluquería.
En mi próxima vida, tal vez me vuelva un tónico anticelulítico, o cera que elimina, en caliente, el vello de raíz. Si seguís ahí, ya os contaré...

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