12. Besos en cajas vacías
Volví a mi tren de noche. El vagón, hecho con los agujeros de un gran queso “gruyère” se ondulaba al capricho de las vías. Un motor, japonés posiblemente, pintaba ruidos zurdos en la camiseta del interventor, conocido, que me picaba mi “bono-tren”.
La estación de santa justa, alargaba brazos kilométricos para acercarme más a él. Era como un gran caja que me ceñía. Una caja llena de perfumes florales. Una caja plateada.
Deseaba que estuviera allí. Recortado, al final de la escalera, como el título de aquella película de terror, pero sin miedos. Con su sonrisa tímida, con su porte elegante, con su quietud dispersa.
El tren se detenía en los mismos lugares que cada noche. Subían cientos de fantasmas en forma de tangos tristes que se adherían a las suelas de las calefacciones.
Mi libro budista continuaba raspándome con karma mi cuerpo astral. Recordé nuestra primera conversación hablando del aura y cómo días más tarde él me dijo :
-Alguien me preguntó qué era el aura. Y yo pensé “aura es Dafne”...
El corazón me latía fuerte cuando puse el pie en el andén como siempre a las once y cuarto de la noche. Entonces me daba cuenta. Lo que al principio fue sólo un reto ahora me está controlando. No quería mirar al frente pero cuando la escalera llegaba a su fin, Fabio estaba cortándome el paso. Bromeó. La estación más importante de Andalucía estaba casi vacía.
Una noche más me pidió que le acompañara. Paseamos despacio. Apenas sin tocarnos. Apenas sin mirarnos. Cuando la comisaría se cerraba bajamos a mi coche. Hacía frío.
Dentro, en la oscuridad, él tomó mis manos casi paternalmente las cobijó poniendo las suyas alrededor. Nos miramos. Deslicé mi mano por el nudo de su corbata y lo acerqué a mí. Poco a poco comimos la distancia. Por primera vez rozamos nuestros labios. El segundo intento hizo que nuestras bocas se entreabrieran derritiendo tiempos entre ambos. Sus manos medían mi cintura de verdad, temblando. Me oprimía con una fuerza tierna contra él. Sus manos dibujaron el contorno de mis pechos sin pararse en nada, de forma furtiva, sabiendo que el mundo acaba ayer. Que no tenemos derecho a robar estas secuencias de la película de otra vida.
Acaricié su nuca mientras nuestras lenguas se trenzaban en un esperanto de sabores quietos. En un segundo colocó mi mano sobre su pene. Estaba erguido batiendo deseos. Y eso me paró. Me asusté. Nos dimos cuenta de que aquello era una locura. Alguien nos podía haber visto. Nuestros corazones, sin embargo, nos pedían más.
-Es tarde y te esperan...
Fue difícil poner el motor en marcha, con tantas pasiones rebotando en el salpicadero de mi pequeño coche, testigo mudo de los besos más bonitos que jamás he recibido. Esa noche se apagaba.
Pasaron unos días desde ese encuentro. Y de nuevo llegué a mi tren. Un día más. El otoño se enrosca en los paneles de llegadas y salidas haciéndonos creer que existe. Pero todos sabemos que es un espejismo.
Los altavoces de la estación anuncian que se acerca oscilando termómetros que rayan las incertidumbres, otra borrasca. Y mi estómago me recuerda que no está hecho siempre para la comida. Aún no he salido y ya quiero volver.
Una de las escaleras mecánicas rasca los pies de un niño que juega a caminar a contrapelo. Los diez grados de la calle bajan en mi interior helándome la voz. Es la humedad. Dicen. Caras conocidas pasan a mi lado.
Tres mujeres hacen gestos al unísono con una misma peluca teñida de permanente y uniforme rectangular. Miran a la gente con cierto grado de superioridad. Deben ser azafatas de algún “ave”.
Los bolsos de viaje cargan un número sofocado de pasajeros locos que corren, sin mirar, hacia sus andenes. Hay una música en el aire. No sé a quién se le ocurrió tatuarla al ambiente, pero está ahí. Y yo lo busco en cada hombre que pasa. Esos hombres ligeros que dejan una mirada colgada a mis piernas y se van a sus quehaceres familiares. Y yo me quedo sola. Sin sucedáneos, sin conservantes ni colorantes. Sola en esta jaula que me trae tantos recuerdos nocturnos.
Un tren se come a otro delante de una manifestación de maquinistas. Se oyen voces. Es un ruido extraño de fondo. Tal vez sean todos los pensamientos estresados que se aparcan entre estas grandes cristaleras. Catedral en donde se adora al dios velocidad. Unos vuelven. Otros vamos. Y añoramos ya la vuelta.
“Encontré el Olimpo bajo mi cama” es un libro que presenta a la mitología griega bajo un punto de vista cercano. “Muchas veces ayudó una broma donde la seriedad solía oponer resistencia”, decía Platón. La novela va dirigida tanto a personas jóvenes como a personas adultas. Es para aficionados a la mitología y a quienes nunca la comprendieron. Para amantes de la literatura como para apasionados del humor. Sara González Villegas.
BIENVENIDOS AL OLIMPO
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“Deslicé mi mano por el nudo de su corbata y lo acerqué a mí. Poco a poco comimos la distancia. Por primera vez rozamos nuestros labios. El segundo intento hizo que nuestras bocas se entreabrieran derritiendo tiempos entre ambos. Sus manos medían mi cintura de verdad, temblando. Me oprimía con una fuerza tierna contra él. Sus manos dibujaron el contorno de mis pechos sin pararse en nada, de forma furtiva, sabiendo que el mundo acaba ayer. Que no tenemos derecho a robar estas secuencias de la película de otra vida.”
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Como protagonista de esta escena lo hubiera vivido en cámara lenta, muy lenta. Hubiera dejado que se esfumara un siglo por cada segundo y que se evaporara una eternidad por cada minuto. Lo mas sublime del amor y del sexo es el deseo. Observar, sentir el mundo de los sentidos a punto de reventar y rebozar de deseos no se describe…se vive y se siente...
Hubiera preferido sentir y sofocarme en el aire que expiras en vez de buscar el roce de los labios, imaginarme el contorno de tus formas en vez de tocarlas sobre todo cuando se convence de que el mundo se acabó mañana…
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