Whitney
12FEB 2012 09:15
Tenía una belleza estricta y fundamental, por eso cuando no era más que una gacelilla asustada la depositaron en el París de Gainsbourg, que era el París de la pos Belle Époque, y el propio Gainsbourg se acercó a ella borracho de caerse para atrás en un programa de televisión para decirle que se la quería "follar". Que dice que eres preciosa, balbuceó el traductor. Gainsbourg, con la pajarita empapada en whisky, tuvo que repetirlo en inglés y Houston aprendió la lección más importante de una diva: hay que escuchar lo que te dicen, no lo que te cuentan.
Era para entonces una veinteañera que abría la boca y expulsaba voz. Ciertos cantantes la voz la masajean en la boca del estómago, la suben con cordones y le acaban poniendo alfombra para que salga como paseándose por la pasarela de Milan. Otros directamente la vomitan, y Whitney Houston, antes de comenzar a vomitarse a sí misma, vomitó su voz, que nacía de un aire tan puro como el viento polar: soplos sin corromper que en el casette tenían algo de virgen, como si la TDK comprada tres años atrás hubiese grabado algo por primera vez. Voz negra voluntad de dioses negros; voz de piel negra, suave y ardiente, como tocar el amor después del amor.
Vendió más de 150 millones de discos cuando los discos valían dinero y tenía uno que salir de casa a comprarlos, y eso la sepultó en una cantidad obscena de millones que se apresuró a gastar en drogas como parte de una tradición ancestral. Se dice que es para soportar el vértigo de la celebridad, pero en cualquier caso supone un aburrimiento mortal que un artista arrase su cerebro con cocaína y esté yo aquí escribiendo un obituario cada seis meses. Empieza a ser rutina de estrella aparecer muerto en la bañera, pero Marilyn Monroe lo hizo en una cama llena de pastillas y eso le decía su casera a Leopoldo Panero, que cualquier día lo iba a encontrar cadáver "como la chica ésa".
Whitney trasteada por su hombre, enganchada como un trapo en el saliente de una verja, recorrió en los últimos tiempos el laberinto del minotauro entre clínicas, galas y fotos de la canalla sensacionalista que la exhibían pasada y esquelética, con el pelo como un estropajo. Ninguna recaída peor, con todo, que la de ver a su hija adolescente esnifando en las revistas. Y sin embargo, pese al vendaval que ya la estaba despojando de ropa y poniéndola casi desnuda como hija de la mar, había en ella el brillo de un pasado acechante, de una estrella que se resistía a morir, como una religión de la que quedase un único apostol parpadeante en la oscuridad de un bosque. Acaso aprendió, en el último segundo, que no hay más guardaespaldas que uno mismo.
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/apuntes-en-sucio/2012/02/12/whitney.html
Era para entonces una veinteañera que abría la boca y expulsaba voz. Ciertos cantantes la voz la masajean en la boca del estómago, la suben con cordones y le acaban poniendo alfombra para que salga como paseándose por la pasarela de Milan. Otros directamente la vomitan, y Whitney Houston, antes de comenzar a vomitarse a sí misma, vomitó su voz, que nacía de un aire tan puro como el viento polar: soplos sin corromper que en el casette tenían algo de virgen, como si la TDK comprada tres años atrás hubiese grabado algo por primera vez. Voz negra voluntad de dioses negros; voz de piel negra, suave y ardiente, como tocar el amor después del amor.
Vendió más de 150 millones de discos cuando los discos valían dinero y tenía uno que salir de casa a comprarlos, y eso la sepultó en una cantidad obscena de millones que se apresuró a gastar en drogas como parte de una tradición ancestral. Se dice que es para soportar el vértigo de la celebridad, pero en cualquier caso supone un aburrimiento mortal que un artista arrase su cerebro con cocaína y esté yo aquí escribiendo un obituario cada seis meses. Empieza a ser rutina de estrella aparecer muerto en la bañera, pero Marilyn Monroe lo hizo en una cama llena de pastillas y eso le decía su casera a Leopoldo Panero, que cualquier día lo iba a encontrar cadáver "como la chica ésa".
Whitney trasteada por su hombre, enganchada como un trapo en el saliente de una verja, recorrió en los últimos tiempos el laberinto del minotauro entre clínicas, galas y fotos de la canalla sensacionalista que la exhibían pasada y esquelética, con el pelo como un estropajo. Ninguna recaída peor, con todo, que la de ver a su hija adolescente esnifando en las revistas. Y sin embargo, pese al vendaval que ya la estaba despojando de ropa y poniéndola casi desnuda como hija de la mar, había en ella el brillo de un pasado acechante, de una estrella que se resistía a morir, como una religión de la que quedase un único apostol parpadeante en la oscuridad de un bosque. Acaso aprendió, en el último segundo, que no hay más guardaespaldas que uno mismo.
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