La cantante, superventas en los ochenta, representaba el triunfo de la mujer afroamericana
Cegados por el descomunal éxito de Beyoncé o Rihanna, tal vez, hoy, a los oyentes más jóvenes no les diga nada el nombre de Whitney Houston, que seguro que sus padres, tíos, hermanos o primos mayores citarán con cara de sorpresa y posible tristeza. Tal vez, hoy, parezca una eternidad, pero hubo un tiempo en que Whitney Houston, fallecida esta madrugada a los 48 años, fue la gran estrella del pop mundial, allanando el camino a las actuales divas del pop comercial, que hacen pasar un espectáculo de luces y contoneos por R&B y soul bailables. Porque sin Whitney Houston, seguramente, no se pueda entender las cimas millonarias que han conquistado la propia Beyoncé o Mariah Carey, entre otras.
En la era de la MTV, Houston fue una de sus superestrellas, a la altura de Michael Jackson o Madonna. Eso fue en los ochenta, cuando la famosa cadena televisiva creó un nuevo concepto de consumir la música a través de la imagen, marcando las preferencias de toda una generación que se acercaba al pop y haciendo primar en muchos despachos el impacto de la estética por encima del contenido artístico. Pero la cantante de Nueva Jersey no solo fue esa cara bonita, de mirada dulce y sonrisa luminosa, que desplegó todo su encanto en la película, El guardaespaldas, junto a Kevin Costner. Su atractivo residió en su música durante muchos años.
Pero la ahijada dejó pequeño el éxito de su madrina. En 1987, su segundo disco Whitney fue el primero de una artista femenina en debutar en el número uno de Billboard. Con discos como Whitney Houston (1985), Whitney (1987) o I’m Your Baby Tonight (1990), la protagonista de El guardaespaldas fue más que una gran vocalista, explotando mucho más su imagen de nueva princesa. Era el contrapunto tierno e inocente a la chica independiente y provocadora que representaba Madonna, la otra musa de la era de la MTV. Una y otra abrían dos caminos diferentes hacia el aplauso mundial en el pop femenino. Porque, en el actual espectáculo de divas, Lady Gaga, Shakira, Beyoncé o Christina Aguilera tuvieron en Madonna y Houston a sus dos grandes predecesoras, dos referencias absolutas de llegar al éxito con el valor de la imagen femenina, en sus diferentes medidas, como piedra angular.
La cúspide de su carrera llegó a principios de los noventa. Antes que Madonna, Houston interpretó el himno nacional estadounidense en la final de la Super Bowl en 1991. Con su cinta en el pelo y su chándal, su actuación es aún muy recordada por la emotividad que impregnó a The Star-Spangled Banner. Esa imagen de superestrella que escondía una chica sencilla, capaz de hacer pasar una simple camiseta con unos vaqueros como el mejor de los conjuntos ante sus fans, fue siempre su punto fuerte. La máxima representación de este aspecto público llegó con El guardaespaldas, cuya canción I Wanna Dance With Somebody (Who Loves Me), original de la cantante country Dolly Parton y ganadora de un Oscar, ha pasado a la memoria colectiva como una de las bandas sonoras más célebres de la historia.
Houston representaba el triunfo de la mujer afroamericana media. De alguna manera, era como una versión femenina de Sam Cooke. Artísticamente, había trazado un puente fantástico entre el cerrado mundo del góspel y el siempre adaptable y consumista del pop. Y socialmente, al igual que el cantante de Misisipí, rompía barreras raciales y conseguía hechizar a un amplísimo público blanco con su voz y su presencia maravillosa. Era un símbolo, que tuvo en la famosa presentadora Oprah Winfrey a su mejor confidente en una entrevista en 2009.
Lo paradójico fue que Madonna, la chica mala, supo controlar su carrera mucho mejor que la buena de Houston, que descarrilló entre los excesos de las drogas y el alcohol y un desastroso matrimonio con el cantante Bobby Brown. Desde que se consagró con El guardaespaldas, todo empezó a ir a peor, aunque mantuvo el tirón comercial durante unos años hasta que los medios estaban más pendientes de su decadencia y sus escándalos. De hecho, algunas revistas norteamericanas hacían cálculos de cuantas rayas de cocaína podía consumir al día según el dinero que gastaba en drogas. Todo esto era el preámbulo hacia el pozo con discos intrascendentes y conciertos deficientes. El hechizo se había acabado.
Difícil recordarlo, después de tantos años de sequía y polémicas sentimentales, pero sí, Whitney Houston estuvo en la cúspide. Fue una voz dulce que dio frescura a la música pop y se convirtió en espejo de toda una generación de jóvenes superestrellas femeninas. Fue, sencillamente, un icono del éxito y la decadencia de la cultura norteamericana.
A diferencia de las supermodelos del pop actual, tan explosivas en el muslo y el fogonazo, basó su fulgurante éxito en su voz, la mejor de sus armas para dulcificar el góspel que llevaba dentro y vestirlo para todos los públicos con su ropaje pop. Hija de Cissy Houston, cantante de góspel que hizo coros para la Reina del soul, Aretha Franklin, y prima de Dionne Warwick, la maravillosa voz que en los sesenta trabajó a las órdenes de los compositores Burt Bacharach y Hal David, Houston tenía la esencia de las mejores voces del soul. Aretha Franklin fue su madrina y muchos quisieron ver en este hecho un relevo generacional, más cuando ambas tenían un estilo tan seductor, aunque hubo diferencias artísticas insalvables entre una y otra. Con su inigualable y portentosa garganta, Franklin llegó a musa de la música negra bajo los jazzísticos arreglos orquestales de su etapa en Columbia Records o la explosiva elegancia de sus años en Atlantic, mientras que Houston, una voz menos poderosa que se recreaba más en su timbre amable, desarrolló su carrera al amparo de sintetizadores, baterías electrónicas y comedidas baladas. Seguramente, cada una fue hija de su tiempo, y eso ya era un punto a tener en cuenta, aunque Franklin, todo sea dicho, también terminó sucumbiendo a esas producciones.
La cúspide de su carrera llegó a principios de los noventa. Antes que Madonna, Houston interpretó el himno nacional estadounidense en la final de la Super Bowl en 1991. Con su cinta en el pelo y su chándal, su actuación es aún muy recordada por la emotividad que impregnó a The Star-Spangled Banner. Esa imagen de superestrella que escondía una chica sencilla, capaz de hacer pasar una simple camiseta con unos vaqueros como el mejor de los conjuntos ante sus fans, fue siempre su punto fuerte. La máxima representación de este aspecto público llegó con El guardaespaldas, cuya canción I Wanna Dance With Somebody (Who Loves Me), original de la cantante country Dolly Parton y ganadora de un Oscar, ha pasado a la memoria colectiva como una de las bandas sonoras más célebres de la historia.
Houston representaba el triunfo de la mujer afroamericana media. De alguna manera, era como una versión femenina de Sam Cooke. Artísticamente, había trazado un puente fantástico entre el cerrado mundo del góspel y el siempre adaptable y consumista del pop. Y socialmente, al igual que el cantante de Misisipí, rompía barreras raciales y conseguía hechizar a un amplísimo público blanco con su voz y su presencia maravillosa. Era un símbolo, que tuvo en la famosa presentadora Oprah Winfrey a su mejor confidente en una entrevista en 2009.
Lo paradójico fue que Madonna, la chica mala, supo controlar su carrera mucho mejor que la buena de Houston, que descarrilló entre los excesos de las drogas y el alcohol y un desastroso matrimonio con el cantante Bobby Brown. Desde que se consagró con El guardaespaldas, todo empezó a ir a peor, aunque mantuvo el tirón comercial durante unos años hasta que los medios estaban más pendientes de su decadencia y sus escándalos. De hecho, algunas revistas norteamericanas hacían cálculos de cuantas rayas de cocaína podía consumir al día según el dinero que gastaba en drogas. Todo esto era el preámbulo hacia el pozo con discos intrascendentes y conciertos deficientes. El hechizo se había acabado.
Difícil recordarlo, después de tantos años de sequía y polémicas sentimentales, pero sí, Whitney Houston estuvo en la cúspide. Fue una voz dulce que dio frescura a la música pop y se convirtió en espejo de toda una generación de jóvenes superestrellas femeninas. Fue, sencillamente, un icono del éxito y la decadencia de la cultura norteamericana.
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