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domingo, 12 de febrero de 2012

Kennedy era más osado que Clinton y aprovechaba las ausencias de su esposa para enseñarles a las becarias y a las coristas la decoración de su cuarto. Al hombre se le atribuye la nada desdeñable cantidad de mil conquistas

La becaria de turno

Antes de que Obama fuera un presidente con el liderazgo en entredicho, quiero decir, cuando Obama estaba en la cima de su popularidad, quiero decir, al principio de su victoria, qui-cir, cuando ni tan siquiera le habían dado aquel insólito Nobel de la Paz, nos reunimos en el Círculo de Bellas Artes de Madrid unos cuantos expertos y yo, que no soy experta ni falta que me hace, porque hay ocasiones en que cuando ellos van, yo vuelvo. Compartíamos mesa cuatro grandes hombres, Fernando Vallespín (politólogo), Carlos Westendorp (exembajador en Washington), un asesor demócrata del equipo obamesco del que no recuerdo el nombre, y yo, que como he oído cienes y cienes de veces, no necesito presentación. Ah, y López Aguilar, que se picó cuando apunté que Obama manejaba como nadie el arte de la oratoria, y añadió que en realidad usaba el autocue. Yo le dije, vale, pero otros no saben hablar ni con el autocue. No es el caso de Aguilar, que tiene capacidad para pronunciar discursos de longitud castrista. Al americano, sin embargo, le hizo mucha gracia mi teoría de que una de las medidas más astutas de Obama había sido contar con Hillary, pero nombrándola secretaria de Exteriores, a fin de tenerla lejos. Quiero decir que lo pasamos bien y que el público celebró las bromas y los descaros, algo que se echa en falta en estos días en que nadie está para bromas.
Luego llegó la cena. Y luego los postres, quiero decir, ese momento en que las bocas se sueltan y los comensales españoles quieren sacar como sea el asunto Clinton-Lewinsky. Hoy es el día en que todavía se cachondean los venerables Vallespín y Westendorp de mis palabras. No llegué a decir que Clinton había profanado la Casa Blanca, pero estuve en un tris. Lo menos que se le puede pedir a un presidente, dije, es que para sus infidelidades se vaya a un hotel o a un apartamento, de la misma manera que al marido infiel o a la mujer infiel lo mínimo que se le puede exigir es que no retoce con otra/o en el lecho conyugal. Ellos se rieron mucho, incluso el americano, que a fuerza de rioja se había vuelto un poco español y ya se le daba todo una higa. Fue bastante cómico y yo me sentía encantada de estar en franca minoría con caballeros tan humorísticos.
Pero centremos el asunto: lo de la becaria es una tradición, y, como suele en las tradiciones, viene de antiguo. Ahora el cachondeíto se ha trasladado tres décadas antes de la era Clinton. Principios de los sesenta. La era Mad Men. La de Kennedy. Una mujer que responde al nombre de Mimi, lo cual le da un aire de chica de oro, ha revelado en un libro, Érase una vez un secreto. Mi affair con John F. Kennedy y sus consecuencias, que el presidente la inició en las artes amatorias. Ella se describe a sí misma como una muchacha inocente que no puede decirle que no al hombre más poderoso del mundo, incluso cuando este le pide que le practique una felación a un asesor que está pasando un mal día. La becaria hace lo que se le manda mientras el presidente mira. Nada me extraña. Del temperamento abusador de Kennedy se ha escrito mucho, de lo rápido que se le encendía el deseo y de lo poco que le duraba la mecha. Pero la narración de la exbecaria inocente es también un poco chica de oro que recuerda el episodio como lo más relevante que le ha pasado en la vida. Incluso cuenta cómo va a visitar, acompañada de su marido, la tumba de John y Jackie y se siente un poco una intrusa. Mira la lápida del presidente y le dice: gracias. Y explica que esa experiencia que pudo ser traumática la ha convertido en la mujer que es ahora, le ha dado fuerza para luchar y compartir (el verbo de moda) lo que ocurrió. Vamos, una mezcla descacharrante entre dos de las golden girls, Blanche y Rose, la ardiente y la inocentona. Lo que no acabo de entender es que según se revela en esa entrevista a Jackie O. que vio la luz hace pocos meses, la tiesa de Jackie afirmara que detestaba a Martin Luther King por tener un asunto fuera del matrimonio. No se sabe si es que para Jackeline el derecho de pernada era solo cosa de blancos o que ella era una de esas señoras que no se enteran de lo que hace el marido en su propia cama. Porque Kennedy era más osado que Clinton y aprovechaba las ausencias de su esposa para enseñarles a las becarias y a las coristas la decoración de su cuarto. Al hombre se le atribuye la nada desdeñable cantidad de mil conquistas. Una cifra simenoniana. Y yo me la creo. Quiero decir: si uno es el presidente y no tiene problemas en perpetrar el acto en el ala oeste o en el ala este, creo que lo tiene bastante fácil. Si además dicho presidente no es de los que dedican un poco de tiempo y atención a la dama, sino que actúa rápido a fin de añadir una muesca más en la culata, me atrevería a decir que mil me parecen pocas. Pero no deja de sorprenderme en todo este asunto las incontenibles ganas de contar. Mimi Alford, tras cuatro décadas de silencio y dos matrimonios, debe de sentir una especie de placer rejuvenecedor al confesar que ella estuvo allí, que formó parte del harén de un mito, del hombre al que asesinaron unos meses más tarde, que fue desvirgada en la cama de la sofisticada Jackie. Se conforma con bien poco: escribir un libro para que sepamos que fue una entre mil. Y el actual marido, ¿qué dirá? -http://politica.elpais.com/politica/2012/02/11/actualidad/1328968671_744185.html

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